III. Defensores y promotores de la
dignidad
La dignidad humana, valor evangélico
III. 1. Quienes están familiarizados con la historia de la Iglesia,
saben que en todos los tiempos ha habido admirables figuras de obispos
profundamente empeñados en la promoción y en la valiente defensa de la dignidad
humana de aquellos que el Señor les había confiado. Lo han hecho siempre bajo
el imperativo de su misión episcopal, porque para ellos la dignidad humana es
un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grande ofensa al Creador.
Esta dignidad es conculcada, a nivel individual, cuando no son
debidamente tenidos en cuenta valores como la libertad, el derecho a profesar
la religión, la integridad física y psíquica, el derecho a los bienes
esenciales, a la vida... Es conculcada, a nivel social y político, cuando el
hombre no puede ejercer su derecho de participación o está sujeto a injustas e
ilegítimas coerciones, o sometido a torturas físicas o psíquicas, etc.
No ignoro cuántos problemas se plantean hoy en esta materia en América
Latina. Como obispos, no podéis desinteresaros de ellos. Sé que os proponéis
llevar a cabo una seria reflexión sobre las relaciones e implicaciones
existentes entre evangelización y promoción humana o liberación, considerando,
en campo tan amplio e importante, lo específico de la presencia de la Iglesia.
Aquí es donde encontramos, llevados a la práctica concretamente, los
temas que hemos abordado al hablar de la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia
y sobre el hombre.
III.2. Si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de
la dignidad del hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de
carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al
hombre en la integridad de su ser. El Señor delineó en la parábola del buen
samaritano el modelo de atención a todas las necesidades humanas (cf. Lc 10,30), y declaró que en último término
se identificará con los desheredados -enfermos, encarcelados, hambrientos,
solitarios-, a quienes se haya tendido la mano (cf. Mt 25,31ss). La Iglesia ha aprendido en
estas y otras páginas del Evangelio (cf. Mc6,35-44) que su
misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia
y las tareas de promoción del hombre (cf. Documento final del
Sínodo de los Obispos, octubre de 1971), y que entre
evangelización y promoción humana hay lazos muy fuertes de orden antropológico,
teológico y de caridad (cf. Evangelii nuntiandi 31); de manera que "la evangelización no sería completa si no
tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se
establece entre el Evangelio y la vida concreta personal y social del
hombre" (ibid., 29).
Tengamos presente, por otra parte, que la acción de la Iglesia en
terrenos como los de la promoción humana, del desarrollo, de la justicia, de
los derechos de la persona, quiere estar siempre al servicio del hombre; y al
hombre tal como ella lo ve en la visión cristiana de la antropología que
adopta. Ella no necesita, pues, recurrir a sistemas e ideologías para amar,
defender y colaborar en la liberación del hombre: en el centro del mensaje del
cual es depositaria y pregonera, ella encuentra inspiración para actuar en
favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las
dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias, atentados a la
libertad religiosa, agresiones contra el hombre y cuanto atenta a la vida (cf. Gaudium et spes 26, 27 y 29).
III.3. No es, pues, por oportunismo ni por afán de novedad que la
Iglesia, "experta en humanidad" (Pablo VI, Discurso a la ONU, 5 de octubre de 1965), es defensora de
los derechos humanos. Es por un auténtico compromiso
evangélico, el cual, como sucedió con Cristo, es,
sobre todo, compromiso con los más necesitados.
Fiel a este compromiso, la Iglesia quiere mantenerse libre frente a los
opuestos sistemas, para optar sólo por el hombre. Cualesquiera sean las
miserias o sufrimientos que aflijan al hombre, Cristo está al lado de los
pobres; no a través de la violencia, de los juegos de poder, de los sistemas
políticos, sino por medio de la verdad sobre el hombre, camino hacia un futuro mejor.
III.4. Nace de ahí la constante preocupación de la Iglesia por la
delicada cuestión de la propiedad. Una prueba de ello son los escritos de los
Padres de la Iglesia a través del primer milenio del cristianismo (San
Ambrosio, De Nabuthae c.12 n.53). Lo demuestra claramente la doctrina vigorosa de Santo Tomás
de Aquino, repetida tantas veces. En nuestros tiempos, la Iglesia ha hecho
apelación a los mismos principios en documentos de tan largo alcance como son
las encíclicas sociales de los últimos Papas. Con una fuerza y profundidad
particular, habló de este tema el papa Pablo VI en su encíclica Populorum progressio (23-24; cf. también Juan XXIII, Mater et Magistra 104-115).
Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana, que no
cesó de resonar a través de los siglos en medio de los más variados sistemas y
condiciones socio-culturales, merece y necesita ser escuchada también en
nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la
creciente miseria de las masas.
Es entonces cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia,
según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social. Con respecto a esta enseñanza, la
Iglesia tiene una misión que cumplir: debe predicar, educar a las personas y a
las colectividades, formar la opinión pública, orientar a los responsables de
los pueblos. De este modo estará trabajando en favor de la sociedad, dentro de
la cual este principio cristiano y evangélico terminará dando frutos de una
distribución más justa y equitativa de los bienes, no sólo en el interior de
cada nación, sino también en el mundo internacional en general, evitando que
los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles.
Aquellos sobre los cuales recae la responsabilidad de la vida pública de
los Estados y naciones deberán comprender que la paz interna y la paz
internacional sólo estará asegurada si tiene vigencia un sistema social y
económico basado sobre la justicia.
Cristo no permaneció indiferente frente a este vasto y exigente
imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia. En el
espíritu de la Iglesia, que es el espíritu de Cristo, y apoyados en su doctrina
amplia y sólida, volvamos al trabajo en este campo.
Hay que subrayar aquí nuevamente que la solicitud de la Iglesia mira al
hombre en su integridad.
Por esta razón, es condición indispensable para que un sistema económico
sea justo, que propicie el desarrollo y la difusión de la instrucción pública y
de la cultura. Cuanto más justa sea la economía, tanto más profunda será la
conciencia de la cultura. Esto está muy en línea con lo que afirmaba el
Concilio: que para alcanzar una vida digna del hombre, no es posible limitarse
a tener más, hay que aspirar a ser más (Gaudium et spes 35).
Bebed, pues, hermanos, en estas fuentes auténticas. Hablad con el
lenguaje del Concilio de Juan XXIII, de Pablo VI: es el lenguaje de la
experiencia, del dolor, de la esperanza de la humanidad contemporánea.
Cuando Pablo VI declaraba que el desarrollo es el nuevo nombre de la paz (Populorum progressio 76), tenía presentes
todos los lazos de interdependencia que existen no sólo dentro de las naciones,
sino también fuera de ellas, a nivel mundial. El tomaba en consideración los
mecanismos que, por encontrarse impregnados no de auténtico humanismo, sino de
materialismo, producen a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa
de pobres cada vez más pobres.
No hay regla económica capaz de cambiar por sí misma estos mecanismos.
Hay que apelar también en la vida internacional a los principios de la ética, a
las exigencias de la justicia, al mandamiento primero, que es el del amor. Hay
que dar la primacía a lo moral, a lo espiritual, a lo que nace de la verdad
plena sobre el hombre.
He querido manifestaros estas reflexiones, que creo muy importantes,
aunque no deben distraernos del tema central de la conferencia: al hombre, a la
justicia, llegaremos mediante la evangelización.
III.5. Ante lo dicho hasta aquí, la Iglesia ve con profundo dolor
"el aumento masivo, a veces, de violaciones de derechos humanos en muchas
partes del mundo... ¿Quién puede negar que hoy día hay personas individuales y
poderes civiles que violan impunemente derechos fundamentales de la persona
humana, tales como el derecho a nacer, el derecho a la vida, el derecho a la
procreación responsable, al trabajo, a la paz, a la libertad y a la justicia
social; el derecho a participar en las decisiones que conciernen al pueblo y a
las naciones? ¿Y qué decir cuando nos encontramos ante formas variadas de
violencia colectiva, como la discriminación racial de individuos y grupos, la
tortura física y psicológica de prisioneros y disidentes políticos? Crece el
elenco cuando miramos los ejemplos de secuestros de personas, los raptos
motivados por afán de lucro material que embisten con tanto dramatismo contra
la vida familiar y trama social" (Juan Pablo II, Mensaje a la ONU, 12 de diciembre de 1978). Clamamos
nuevamente: ¡Respetad al hombre! ¡Él es imagen de Dios! ¡Evangelizad para que
esto sea una realidad! Para que el Señor transforme los corazones y humanice
los sistemas políticos y económicos, partiendo del empeño responsable del
hombre.
III.6. Hay que alentar los compromisos pastorales en este campo con una
recta concepción cristiana de la liberación. La Iglesia tiene el deber de
anunciar la liberación de millones de seres humanos..., el deber de ayudar a
que nazca esta liberación (cf. Evangelii nuntiandi 30); pero siente también el deber correspondiente de proclamar la
liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús
(cf. ibid., 31). "Liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es,
sobre todo, liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de
conocer a Dios y de ser conocido por Él" (ibid., 9). Liberación hecha de
reconciliación y perdón. Liberación que arranca de la realidad de ser hijos de
Dios, a quien somos capaces de llamar Abba!, ¡Padre! (cf. Rom 8,15), y por la cual reconocemos en todo hombre a nuestro hermano, capaz
de ser transformado en su corazón por la misericordia de Dios. Liberación que
nos empuja, con la energía de la caridad, a la comunión, cuya cumbre y plenitud
encontramos en el Señor. Liberación como superación de las diversas
servidumbres e ídolos que el hombre se forja y como crecimiento del hombre
nuevo.
Liberación que dentro de la misión propia de la Iglesia "no puede
reducirse a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o
cultural..., que no puede nunca sacrificarse a las exigencias de una estrategia
cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo" (cf. Evangelii nuntiandi 33).
Para salvaguardar la originalidad de la liberación cristiana y las
energías que es capaz de desplegar, es necesario a toda costa, como lo pedía el
papa Pablo VI, evitar reduccionismos y ambigüedades; de otro modo, "la
Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no
tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por
los sistemas ideológicos y los partidos políticos" (ibid., 32). Hay muchos
signos que ayudan a discernir cuándo se trata de una liberación cristiana y
cuándo, en cambio, se nutre más bien de ideologías que le sustraen la
coherencia con una visión evangélica del hombre, de las cosas, de los
acontecimientos (cf. ibid., 35). Son signos que derivan ya de los contenidos
que anuncian o de las actitudes concretas que asumen los evangelizadores. Es
preciso observar, a nivel de contenidos, cuál es la fidelidad a la palabra de
Dios, a la tradición viva de la Iglesia, a su magisterio. En cuanto a las
actitudes, hay que ponderar cuál es su sentido de comunión con los obispos, en
primer lugar, y con los demás sectores del Pueblo de Dios; cuál es el aporte
que se da a la construcción efectiva de la comunidad, y cuál la forma de volcar
con amor su solicitud hacia los pobres, los enfermos, los desposeídos, los
desamparados, los agobiados, y cómo, descubriendo en ellos la imagen de Jesús
"pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura
servir en ellos a Cristo"(Lumen gentium 8). No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos captan
espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía
y asfixia con otros intereses.
Como veis, conserva toda su validez el conjunto de observaciones que
sobre el tema de la liberación ha hecho la Evangelii nuntiandi.
III.7. Cuanto hemos recordado antes constituye un rico y complejo
patrimonio, que la Evangelii nuntiandi denomina doctrina social o enseñanza social de la Iglesia (cf. ibid.,
38). Esta nace a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la
presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo,
en contacto con los desafíos que de ésas provienen. Tal doctrina social
comporta, por tanto, principios de reflexión, pero también normas de juicio y
directrices de acción (cf. Pablo VI, Octogesima adveniens
4).
Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten
de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar
aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de
la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales,
y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.
Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la
urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la
Iglesia.
Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia
social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias
y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en
forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia,
debe ser precioso instrumento de formación y de acción. Esto vale
particularmente en relación con los laicos: "Competen a los laicos
propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo
seculares" (Gaudium et spes 43). Es necesario evitar suplantaciones y estudiar seriamente cuándo
ciertas formas de suplencia mantienen su razón de ser. ¿No son los laicos los
llamados, en virtud de su vocación en la Iglesia, a dar su aporte en las
dimensiones políticas, económicas, y a estar eficazmente presentes en la tutela
y promoción de los derechos humanos?
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