miércoles, 25 de julio de 2012

►Los padres de la Virgen María


Un matrimonio santo

San Joaquín

Joaquín (Yahvé prepara) fue el padre de la Virgen María, madre de Dios. Según San Pedro Damián, deberíamos tener por curiosidad censurable e innecesaria el inquirir sobre cuestiones que los evangelistas no tuvieron a bien relatar, y, en particular, acerca de los padres de la Virgen.

Con todo, la tradición, basándose en testimonios antiquísimos y muy tempranamente, saludó a los santos esposos Joaquín y Ana como padre y madre de la Madre de Dios. 

Ciertamente, esta tradición parece tener su fundamento último en el llamado Protoevangelio de Santiago, en el Evangelio de la Natividad de Santa María y el Pseudomateo o Libro de la Natividad de Santa María la Virgen y de la infancia del Salvador; este origen es normal que levantara sospechas bastante fundadas. 

No debería olvidarse, sin embargo, que el carácter apócrifo de tales escritos, es decir, su exclusión del canon y su falta de autenticidad no conlleva el prescindir totalmente de sus aportaciones. 

En efecto, a la par que hechos poco fiables y legendarios, estas obras contienen datos históricos tomados de tradiciones o documentos fidedignos; y aunque no es fácil separar el grano de la paja, sería poco prudente y acrítico rechazar el conjunto indiscrimadamente. 

Algunos comentaristas, que opinan que la genealogía aportada por San Lucas es la de la Virgen, hallan la mención de Joaquín en Helí (Lucas, 3, 23; Eliachim, es decir, Jeho-achim), y explican que José se había convertido a los ojos de la ley, a fuer de su matrimonio, en el hijo de Joaquín. Que esa sea el propósito y la intención del evangelista es más que dudoso, lo mismo que la identificación propuesta entre los dos nombres Helí y Joaquín. 

Tampoco se puede afirmar con certeza, a pesar de la autoridad de los Bollandistas, que Joaquín fuera hijo de Helí y hermano de José; ni tampoco, como en ocasiones se dice a partir de fuentes de muy dudoso valor, que era propietario de innumerables cabezas de ganado y vastos rebaños.

Más interesantes son las bellas líneas en las que el Evangelio de Santiago describe, cómo, en su edad provecta, Joaquín y Ana hallaron respuesta a sus oraciones en favor de tener descendencia. 

Es tradición que los padres de Santa María, que aparentemente vivieron primero en Galilea, se instalaron después en Jerusalén; donde nació y creció Nuestra Señora; allí también murieron y fueron enterrados. 

Una iglesia, conocida en distintas épocas como Santa María, Santa María ubi nata est, Santa María in Probática, Sagrada Probática y Santa Ana fue edificada en el siglo IV, posiblemente por Santa Elena, en el lugar de la casa de San Joaquín y Santa Ana, y sus tumbas fueron allí veneradas hasta finales del siglo IX, en que fue convertida en una escuela musulmana. 

La cripta que contenía en otro tiempo las sagradas tumbas fue redescubierta en 1889. San Joaquín fue honrado muy pronto por los griegos, que celebran su fiesta al día siguiente de la de la Natividad de Ntra. Señora. Los latinos tardaron en incluirlo en su calendario, donde le correspondió unas veces el 16 de septiembre y otras el 9 de diciembre. 

Asociado por Julio II [el de la capilla Sixtina] al 20 de marzo, la solemnidad fue suprimida unos cinco años después, restaurada por Gregorio XV (1622), fijada por Clemente XII (1738) en el domingo posterior a la Asunción, y fue finalmente León XIII [el de la Rerum Novarum] quien, el 1 de agosto de 1879, dignificó la fiesta de estos esposos que se celebró por separado hasta la última reforma litúrgica. 

Santa Ana

Ana (del hebreo Hannah, gracia) es el nombre que la tradición ha señalado para la madre de la Virgen. Las fuentes son las mismas que en el caso de San Joaquín. Aunque la versión más antigua de estas fuentes apócrifas se remonta al año 150 d.C., difícilmente podemos admitir como fuera de toda duda sus variopintas afirmaciones con fundamento en su sola autoridad. 

En Oriente, el Protoevangelio gozó de gran autoridad y de él se leían pasajes en las fiestas marianas entre los griegos, los coptos y los árabes. En Occidente, sin embargo, como ya te adelanté con San Joaquín, fue rechazado por los Padres de la Iglesia hasta que su contenido fue incorporado por San Jacobo de Vorágine a su Leyenda Áurea en el siglo XIII. 

A partir de entonces, la historia de Santa Ana se divulgó en Occidente y tuvo un considerable desarrollo, hasta que Santa Ana llegó a convertirse en uno de los santos más populares también para los cristianos de rito latino. 

El Protoevangelio aporta la siguiente relación: En Nazaret vivía una pareja rica y piadosa, Joaquín y Ana. No tenían hijos. Cuando con 
ocasión de cierto día festivo Joaquín se presentó a ofrecer un sacrificio en el templo, fue arrojado de él por un tal Rubén, porque los varones sin descendencia eran indignos de ser admitidos. 

Joaquín entonces, transido de dolor, no regresó a su casa, sino que se dirigió a las montañas para manifestar su sentimiento a Dios en soledad. También Ana, puesta ya al tanto de la prolongada ausencia de su marido, dirigió lastimeras súplicas a Dios para que le levantara la maldición de la esterilidad, prometiendo dedicar el hijo a su servicio. 

Sus plegarias fueron oídas; un ángel se presentó ante Ana y le dijo: "Ana, el Señor ha visto tus lágrimas; concebirás y darás a luz, y el fruto de tu seno será bendecido por todo el mundo". El ángel hizo la misma promesa a Joaquín, que volvió al lado de su esposa. Ana dio a luz una hija, a la que llamó Miriam. 

Dado que esta narración parece reproducir el relato bíblico de la concepción del profeta Samuel, cuya madre también se llamaba Hannah, la sombra de la duda se proyecta hasta en el nombre de la madre de María. 

El célebre Padre John de Eck de Ingolstadt, en un sermón dedicado a Santa Ana (pronunciado en París en 1579), aparenta conocer hasta los nombres de los padres de Santa Ana. Los llama Estolano (Stollanus) y Emerencia (Emerentia). 

Afirma que la santa nació después de que Estolano y Emerencia pasaran veinte años sin descendencia; que San Joaquín murió poco después de la presentación de María en el templo; que Santa Ana casó después con Cleofás, del cual tuvo a María de Cleofás; la mujer de Alfeo y madre de los apóstoles Santiago el Menor, Simón y Judas Tadeo, así como de José el Justo. 

Después de la muerte de Cleofás, se dijo que casó con Salomas, de quien trajo al mundo a María Salomé (la mujer de Zebedeo y madre de los apóstoles Juan y Santiago el Mayor). 

La misma leyenda espuria se halla en los textos de Gerson y en los de muchos otros. Allí surgió en el siglo XVI una animada controversia sobre los matrimonios de Santa Ana, en la que Baronio y Belarmino defendieron su monogamia. 

En Oriente, al culto a Santa Ana se le puede seguir la pista hasta el siglo IV. Justiniano I hizo que se le dedicara una iglesia. El canon del oficio griego de Santa Ana fue compuesto por San Teófanes, pero partes aún más antiguas del oficio son atribuidas a Anatolio de Bizancio. 

Su fiesta se celebra en Oriente el 25 de julio, que podría ser el día de la dedicación de su 
primera iglesia en Constantinopla o el aniversario de la llegada de sus supuestas reliquias a esta ciudad (710). 

Aparece ya en el más antiguo documento litúrgico de la Iglesia Griega, el Calendario de 
Constantinopla (primera mitad del siglo VIII). Los griegos conservan una fiesta común de San Joaquín y Santa Ana el 9 de septiembre. 

En la Iglesia Latina, Santa Ana no fue venerada, salvo, quizás, en el sur de Francia, antes del siglo XIII. Su imagen, pintada en el siglo 
VIII y hallada más tarde en la Iglesia de Santa María la Antigua de Roma, acusa la influencia bizantina. 

Su fiesta, bajo la influencia de la Leyenda Áurea, se puede ya rastrear (26 de julio) en el siglo XIII, en Douai. Fue introducida en Inglaterra por Urbano VI el 21 de noviembre de 1378, y a partir de entonces se extendió a toda la Iglesia occidental. Pasó a la Iglesia Latina universal en 1584. 

Santa Ana es la patrona de Bretaña. Su imagen milagrosa (fiesta, 7 de marzo) es venerada en Notre Dame d´Auray, en la diócesis de Vannes. 
También en Canadá -donde es la patrona principal de la provincia de Québec- el santuario de Santa Ana de Beaupré es muy famoso. 

Santa Ana es patrona de las mujeres trabajadoras; se la representa con la Virgen María en su regazo, que también lleva en brazos al Niño Jesús. Es además la patrona de los mineros, que comparan a Cristo con el oro y con la plata a María. 


Jesús Martí Ballester 

►San Joaquín y Santa Ana



Martirologio Romano: Memoria de san Joaquín y santa Ana, padres de la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, cuyos nombres se conservaron gracias a tradición de los cristianos

Abuelos de Jesús

26 de Julio

Una antigua tradición, datada ya en el siglo II, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Virgen María. El culto aparece para Santa Ana ya en el siglo VI y para San Joaquín un poco más tarde. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural al cariño y veneración que los cristianos demostraron siempre a la Madre de Dios. 
La antífona de la misa de hoy dice: "Alabemos a Joaquin y Ana por su hija; en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos". 

La madre de nuestra Señora, la Virgen Maria, nació en Belén. El culto de sus padres le está muy unido. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada nos dice de la santa. Todo lo que sabemos es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los veinticuatro años de edad se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de la ciudad de Nazaret. Su nombre significa "el hombre a quien Dios levanta", y, según san Epifanio, "preparación del Señor". Descendía de la familia real de David. 

Moraban en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales, una de cuyas partes dedicaban a los gastos de la familia, otra al templo y la tercera a los más necesitados. 

Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como algo oprobioso y un castigo del cielo. Se los menospreciaba y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquin oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios. 

Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, cuya historia se refiere en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y asi llegó su hijo Samuel, quien más tarde seria un gran profeta. 

Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el advenimiento de una hija singular, Maria. Esta niña, que había sido concebida sin pecado original, estaba destinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. 

Desde los primeros tiempos de la Iglesia ambos fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación. 

Aunque el culto de la madre de la santísima Virgen Maria se había difundido en Occidente, especialmente desde el siglo XlI, su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo siguiente 

domingo, 1 de julio de 2012

►NUEVO BLOG


1. El conjunto de las catequesis que componen este volúmen y que concluyo con este capítulo, puede figurar bajo el título «El amor humano en el plan divino» o, con mayor precisión, «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio». Todas ellas se dividen en dos partes.
La primera parte está dedicada al análisis de las palabras de Cristo que resultan apropiadas para abrir el tema presente. Dichas palabras se han analizado ampliamente en la globalidad del texto evangélico; y, después de la reflexión de varios años, se han convenido en poner de relieve los tres textos que se estudian en dicha primera parte de la catequesis.
Ocupa el primer el texto en que Cristo se refiere «al principio» en la conversación con los fariseos sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 8; Mc 10, 6-9). Luego, están las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña sobre la «concupiscencia» en cuanto «adulterio cometido con el corazón» (cf. Mt 5, 28). Y, en fin, vienen las palabras transmitidas por todos los sinópticos en las que Cristo hace referencia a la resurrección de los cuerpos en el «otro mundo» (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35).
La segunda parte de la catequesis está dedicada al análisis del sacramento a partir de la Carta a los Efesios (Ef 22-23) que nos leva al «principio» bíblico del matrimonio expresado en estas palabras del libro del Génesis: «...dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).
Las catequesis de la primera y segunda parte emplean repetidamente el término «teología del cuerpo». En cierto sentido éste es un término «de trabajo». La introducción del término y concepto de «teología del cuerpo» era necesaria para fundamentar el tema de «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio» sobre una base más amplia. En efecto, es menester hacer notar enseguida que el término «teología del cuerpo» rebasa ampliamente el contenido de las reflexiones que se han hecho. Estas reflexiones no abarcan muchos aspectos que por su objeto pertenecen a la teología del cuerpo (como, por ejemplo, el problema del sufrimiento y la muerte, tan acusado en el mensaje bíblico). Hay que decirlo claramente. Asímismo es necesario reconocer, de modo explícito, que las reflexiones sobre el tema de «La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio» pueden hacerse correctamente partiendo del momento en que la luz de la Revelación afecta a la realidad del cuerpo humano (o sea, sobre la base de la «teología del cuerpo»). Esto se ve confirmado, por lo demás, en las palabras del libro del Génesis «vendrán a ser los dos una sola carne», palabras que originaria y semánticamente están en la base de nuestro tema.

2. La reflexiones sobre el sacramento del matrimonio se han desarrollado teniendo en cuenta las dos dimensiones esenciales en este sacramento (al igual que en todos los demás), es decir, la dimensión de la alianza y de la gracia, y la dimensión del signo.
A través de estas dos dimensiones nos hemos fijado continuamente en las reflexiones sobre la teología del cuerpo, unidas a través de las palabras-clave de Cristo. A estas reflexiones hemos llegado también emprendiendo, al final de este ciclo de catequesis, el estudio de la Encíclica «Humanæ vitæ».
La doctrina contenida en este documento de la enseñanza contemporánea de la Iglesia, está en relación orgánica con la sacramentalidad del matrimonio, asimismo, con toda la problemática bíblica de la teología del cuerpo, centrada en las «palabras-clave» de Cristo. En cierto sentido puede decirse que todas las reflexiones sobre la «redención del cuerpo y de la sacramentalidad del matrimonio» constituyen un amplio comentario a la doctrina contenida en la misma Encíclica Humanæ vitæ. 
Tal comentario parece bastante necesario. Efectivamente, al dar respuesta a algunos interrogantes de hoy, en el ámbito de la moral conyugal y familiar, la Encíclica ha suscitado, al mismo tiempo, otros interrogantes, como sabemos, de naturaleza bio-médica, pero también (o mejor, sobre todo) son interrogantes de naturaleza teológica, pertenecen al ámbito de la antropología y la teología que hemos denominado «teología del cuerpo».
Se han hecho las reflexiones afrontando los interrogantes surgidos en relación con la Encíclica «Humanæ vitæ». La reacción que ha producido la Encíclica confirma la importancia y dificultad de tales interrogantes. Los han puesto de relieve también aclaraciones posteriores del mismo Pablo VI, donde indicaba la posibilidad de profundizar en la exposición de la verdad cristiana en este sector.
Lo reafirmó también la Exhortación «Familiaris consortio», fruto, del Sínodo de los Obispos de 1980, «De muneribus familiæ christianæ». Este documento contiene un llamamiento dirigido en especial a los teólogos, a elaborar de modo más completo los aspectos bíblicos y personalistas de la doctrina contenida en la «Humanæ vitæ».
Asumir los interrogantes planeados por la Encíclica quiere decir formularlos y buscarles respuesta al mismo tiempo. La doctrina contenida en la «Familiaris consortio» pide que tanto la formulación de los interrogantes como la búsqueda de una respuesta adecuada, se concentren sobre los aspectos bíblicos y personalistas. Dicha doctrina indica asímismo, la dirección del desarrollo y, por tanto, también la dirección de su completamiento y profundización progresivos.

3. En el análisis de los aspectos bíblicos habla del modo de enraizar en la revelación la doctrina proclamada por la Iglesia contemporánea. Esto es importante para el desarrollo de la teología. El desarrollo, o sea, el progreso de la teología, se realiza de hecho acudiendo continuamente al estudio del depósito revelado.
El enraizamiento de la doctrina proclamada por la Iglesia en toda la Tradición y en la misma Revelación divina está abierto siempre a los interrogantes planteados por el hombre y sirve incluso de los instrumentos más conformes con la ciencia moderna y la cultura de hoy. Parece que en este sector el acentuado desarrollo de la antropología filosófica (especialmente de la antropología se halla en la base de la ética) se encuentra muy cerca con los interrogantes suscitados por la Encíclica «Humanæ vitæ» respecto de la teología, y sobre todo de la ética teológica.
El análisis de los aspectos personales de la doctrina de la Iglesia, contenida en la Encíclica de Pablo VI, pone en evidencia una llamada decidida a medir el progreso del hombre con el baremo de la «persona», o sea, de lo que es un bien del hombre en cuanto hombre y que corresponde a su dignidad esencial.
El examen de los aspectos personalistas lleva a la convicción de que la Encíclica presenta como problema fundamental el punto de vista del desarrollo auténtico del hombre; en efecto, en términos generales, dicho desarrollo se mide con el baremo de la ética y no sólo de la «técnica».

4. Las catequesis dedicadas a la Encíclica «Humanæ vitæ» constituye sólo una parte, la final, de las que han tratado de la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio.
Si llamo más la atención concretamente sobre estas últimas catequesis, lo hago no sólo porque el tema tratado en ella está unido más íntimamente a nuestra contemporaneidad, sino sobre todo porque de él nacen los interrogantes que impregnan en cierto sentido el conjunto de nuestras reflexiones. Por consiguiente, esta parte final no ha sido añadida artificialmente al conjunto, sino que le está unida orgánica y homogéneamente. En cierto sentido, la parte colocada al final en la disposición global, se encuentra a la vez en el comienzo de este conjunto. Esto es importante desde el punto de vista de la estructura y del método.
Igualmente el momento histórico parece tener su significación; de hecho, estas catequesis se iniciaron en el tiempo de los preparativos del Sínodo de los Obispos de 1980 sobre el tema del matrimonio y la familia («De munieribus familiæ christianæ»), y se concluyen después de la publicación de la publicación de la Exhortación «Familiaris consortio» que es fruto del trabajo de este Sínodo. De todos es sabido que el Sínodo de 1980 hizo referencia también a la Encíclica «Humanæ vitæ», y reafirmó plenamente su doctrina.
De todos modos, el momento más importante parece ser el esencial que, en el conjunto de las reflexiones realizadas: puede precisarse de la manera siguiente: para afrontar los interrogantes que suscita la Encíclica «Humanæ vitæ» sobre todo en teología, para formular dichos interrogantes y buscarles respuesta, es necesario encontrar el ámbito bíblico teológico a que nos referimos cuando hablamos de «redención del cuerpo y sacramentalidad del matrimonio». En este ámbito se encuentran las respuestas a los interrogantes perennes de la conciencia de hombres y mujeres, y también a los difíciles interrogantes de nuestro mundo contemporáneo respecto del matrimonio y la procreación.