►MOTIVACIONALES


►En qué consiste la educación del niño según Marcelino Champagnat:



Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica en lo que consiste la educación del niño.


CAPÍTULO XXXV

EN QUÉ CONSISTE LA EDUCACIÓN DEL NIÑO

Con la fundación de su instituto, el padre Champagnat no se proponía solamente dar instrucción primaria a los niños, ni siquiera enseñarles sólo las verdades de la religión, sino además darles buena educación. «Si tan sólo se tratase afirmaba de enseñar la ciencia profana a los niños, no harían falta los hermanos; bastarían los maestros para esa labor. Si sólo pretendiéramos darles instrucción religiosa, nos limitaríamos a ser simples catequistas reuniéndolos una hora diaria para hacerles recitar la doctrina. Pero nuestra meta es muy superior: queremos educarlos, es decir, darles a conocer sus deberes, enseñarles a cumplirlos, infundirles espíritu, sentimientos y hábitos religiosos, y hacerles adquirir las virtudes de un caballero cristiano. No lo podemos conseguir sin ser pedagogos, sin vivir con los niños, sin que ellos estén mucho tiempo con nosotros».
Pero, ¿en qué consiste la educación del niño?
¿En cuidar de él, proveer a sus necesidades para no dejarle carecer de nada referente al vestido y alimento? No.

¿Es enseñarle a leer y escribir, comunicarle los conocimientos que va a necesitar más adelante para administrar sus negocios? No. La educación es labor más excelsa.

¿Es enseñarle un oficio y ponerle en condiciones de ejercer una profesión? No. No se confundan educación y aprendizaje.

¿Es conseguir que sea fino, cortés, y adquiera distinción para el trato con la gente? No. Todo eso es bueno y necesario para el niño, pero no es propiamente la educación, sino tan sólo su envoltura, lo menos importante.

Proveer de esos bienes al niño, procurarle todas esas ventajas, es educarlo en cuanto al cuerpo, no precisamente en cuanto al alma; es enseñarle a vivir temporalmente, no para la eternidad; es formarlo para la tierra y el mundo, no para Dios, su único fin, ni para el cielo, su destino y su patria verdadera.

Dios creó al hombre en la inocencia y santidad. Si Adán no se hubiera rebelado contra el Creador, no habría viciado su naturaleza y sus descendientes no habrían necesitado educación: tendrían, al nacer, toda la perfección que correspondía a su ser, o al menos la habrían alcanzado de por sí conforme hubieran ido desarrollándose sus facultades. Pero, debido a la caída original, el hombre nace con el germen de todos los vicios, igual que con el de todas las virtudes: es un lirio, pero crece entre espinas; es una vid que necesita poda; es el campo en el que el padre de familia echó buena simiente, pero en el que el enemigo sembró la cizaña. 

Educar al niño será, pues:

I. Darle sólidos principios religiosos.
Enseñarle cuál es el fin del hombre, la necesidad de la salvación, las postrimerías (muerte, juicio, infierno o gloria), lo que es el pecado, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la vida de nuestro Señor Jesucristo, sus misterios, virtudes y pasión; todo lo que hizo por la salvación del hombre, los sacramentos que instituyó, la redención copiosa que nos trajo, lo que hemos de hacer para que se nos apliquen sus méritos, para llevar con dignidad el título de hijos de Dios y merecer la gloria eterna a la que estamos destinados y que Jesús ha ido a prepararnos.

II. Enderezar sus tendencias torcidas.
Corregirle vicios y defectos: orgullo, indocilidad, doblez, egoísmo, gula, grosería, ingratitud, desenfreno, robo, pereza, etc. Ahora bien, todos esos vicios y otros semejantes han de ser ahogados en germen: hay que matar el gusano antes de que llegue a ser víbora, y remediar una indisposición antes de que degenere en dolencia mortal. Cuando asoma un defecto en un niño, basta una reprensión blanda, un castigo ligero para remediar el mal y ahogar el germen nocivo; pero si lo dejáis crecer, se convertirá en hábito que no lograréis corregir por más que os empeñéis en ello. Los defectos y vicios incipientes a los que no se da importancia y, con tal pretexto, se dejan de reprimir, «son dice Tertuliano gérmenes de pecados que presagian una vida criminal» Las espinas, cuando empiezan a brotar, no pican; las víboras, al nacer, no tienen veneno; sin embargo, con el tiempo, las puntas de las espinas se vuelven duras y afiladas como puñales; y las víboras, conforme van envejeciendo, se hacen más ponzoñosas. Sucede igual con los vicios y defectos de los muchachos: si se les deja crecer y medrar, se convierten en pasiones tiránicas y hábitos criminales que oponen resistencia invencible a cualquier intento de corrección.

III. Moldearle el corazón.
Desarrollar sus buenas disposiciones y depositar en él las semillas de todas las virtudes; afanarse en hacerlo dócil, humilde, compasivo, lleno de caridad y agradecimiento, manso, paciente, generoso y constante; proporcionarle medios para la puesta en práctica de esas virtudes, para su desarrollo y perfección.
El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos.

El hortelano experto cerca, injerta y rodriga el árbol mientras es tierno y flexible. El alfarero moldea el recipiente antes de que la arcilla endurezca. De igual modo, hay que formar al niño en la virtud cuando es joven, inocente y dócil, cuando su mente y corazón reciben con facilidad la impresión de los buenos principios. Comenzará por obrar bien, sólo porque se lo mandan; pero pronto, con el desarrollo de sus facultades, lo hará por amor y elección, de tal modo que se dará a la virtud no sólo sin dificultad, sino con gusto. «Una larga experiencia afirma san Pío V demuestra que los jóvenes formados en la virtud desde su tierna infancia, casi siempre llevan después vida cristiana, pura, ejemplar, y a veces llegan a una santidad eminente; mientras que los demás, cuyo cultivo en las virtudes se ha descuidado, viven carentes de virtud y encenagados en vicios y desórdenes que les llevan a la perdición».

IV. Formar la conciencia del niño.
Para ello es menester:

1. Darle sólida instrucción religiosa y convencerle bien de que siempre ha de regirse, no por las opiniones del mundo, sino por los principios de la ley de Dios, las motivaciones de la fe y los dictámenes de la conciencia.

2. Inspirarle sumo horror al pecado e inculcarle profundamente esta máxima: No existe mayor desgracia que el pecado, y el único bien verdadero es la virtud

3. Enseñarle que la virtud y el pecado proceden del corazón., que éste es el que consiente en el mal o promueve actos de virtud. Por consiguiente, que se han de vigilar los pensamientos, deseos e impulsos del corazón; que no basta ser hombre honrado, ni siquiera observar exteriormente la ley de Dios y serle fiel delante de los hombres, sino que se ha de amarla y observarla siempre en todas partes, y no hacer nunca nada contra la voz de la conciencia.

4. Inspirarle profundo amor a la verdad, extremada aversión a la mentira, y exhortarle con frecuencia a la total sinceridad e integridad de la confesión.

V. Formarlo en la piedad.
Es decir, darle a entender la necesidad imperiosa y las grandes ventajas de la oración; acostumbrarle, desde la más tierna infancia, a rezar con respeto, modestia, atención y recogimiento; familiarizarle con las prácticas de la piedad cristiana, para lograr que en los ejercicios religiosos y en la oración, halle su dicha y consuelo.

Nunca nos cansaremos de repetirlo: en lo referente a la educación, la piedad lo es todo; cuando se tiene la dicha de hacerla penetrar en el corazón del niño, hace brotar en él todas las virtudes y, a modo de incendio, consume a ojos vistas todos los vicios y defectos. Si lográis que el niño sea piadoso, que ore y que frecuente los sacramentos, si le inspiráis tierno amor a Jesús y entrañable devoción a la santísima Virgen, le hacéis bueno, dócil, cortés, animoso, diligente, manso, humilde y constante. Si lográis que sea piadoso, ya veréis cómo se vuelve abierto de carácter, franco, amable, servicial. Si lográis que sea piadoso, conforme vaya aumentando su amor a Dios, sus defectos se irán esfumando, se disiparán y derretirán, como se derrite y desaparece la nieve con los rayos de un sol abrasador. Inyectad, pues, una fuerte dosis de piedad en el corazón del niño y veréis cómo hace brotar en él todas las virtudes que deseáis hacerle adquirir, y cómo ha de matar todos los vicios y defectos cuya destrucción os habíais propuesto.

VI. Conseguir que se encariñe con la virtud y la religión.
Para que el niño ame la religión y se apegue a la misma por convicción y deber de conciencia, es necesario que entienda bien estas cuatro verdades:
1.a La religión es la gracia más valiosa que Dios ha otorgado al hombre.

2.a Cada uno de los mandamientos de la ley de Dios es un auténtico beneficio y una fuente de felicidad para el hombre, aun desde el punto de vista material.

3.a La religión no se opone en nosotros sino a nuestros enemigos, a saber: el demonio, el pecado, los vicios y pasiones perversas que nos degradan y envilecen, que son causa de todos nuestros males.

4.a Solamente la virtud hace feliz al hombre, aun aquí abajo. Deber y dicha corren parejas y son inseparables. Verdad de fe es que la alegría, los consuelos y la felicidad son la herencia del hombre virtuoso, como es cierto también que los remordimientos, la angustia y la tribulación acosan por doquier al hombre que obra mal y se entrega a los vicios..

VII. Robustecer la voluntad del niño y acostumbrarle a obedecer.
El más funesto azote de nuestro siglo es la independencia: todo el mundo quiere obrar a su antojo y se cree más capacitado para mandar que para obedecer. Los hijos se niegan a obedecer a los padres, los súbditos se rebelan contra los monarcas; la mayor parte de los cristianos desprecian las leyes de Dios y de la Iglesia; en una palabra, la insubordinación reina en todas partes. Se presta, pues, un excelente servicio a la religión, a la Iglesia, a la sociedad, a la familia, y especialmente al niño, doblegando su voluntad y enseñándole a obedecer.
Pero, ¿cómo se le inculca la obediencia? Es preciso:

1. No mandarle ni prohibirle nada que no sea conforme a justicia y razón; no prescribirle nunca nada que provoque la rebelión en su mente o tenga visos de injusticia, tiranía o tan sólo capricho. Tales mandatos no consiguen sino turbar el juicio del muchacho, inspirarle profundo desprecio y aversión al maestro, y pertinaz repulsa de cuanto le manden.

2. Evitar el mandar o prohibir demasiadas cosas a la vez, ya que la multiplicidad de las prohibiciones o mandatos provoca la confusión y el desaliento en el corazón del niño y le hace olvidar parte de lo mandado. Por lo demás, la coacción no es necesaria ni da otro resultado que desanimar y sembrar el mal espíritu.

3. No mandar nunca cosas demasiado difíciles o imposibles de llevar a cabo, pues las exigencias inmoderadas irritan a los niños y los tornan testarudos y rebeldes.

4. Exigir la ejecución exacta e íntegra de lo que se ha mandado. Dar órdenes, encargar deberes escolares, imponer penitencias y no exigir que se ejecuten, es hacer al niño indócil, echarle a perder la voluntad y acostumbrarle a que no haga caso alguno de los mandatos o prohibiciones que recibe.

5. Establecer en la escuela una disciplina vigorosa y exigir a los alumnos entera sumisión al reglamento. Esa disciplina es el medio más adecuado para robustecer la voluntad del niño y darle energías; para hacerle adquirir el hábito de la obediencia y de la santa violencia que cada uno ha de ejercer sobre sí mismo para ser fiel a la gracia, luchar contra las malas pasiones y practicar la virtud. Semejante disciplina ejercita constantemente la voluntad con los sacrificios que impone a cada momento. Obliga al niño a cortar la disipación, guardar silencio, recoger los sentidos, prestar atención a las explicaciones del maestro, cuidar la postura y los modales, reprimir la impaciencia, ser puntual, estudiar las lecciones y hacer las tareas; ser reverente con el maestro, obsequioso y servicial con los condiscípulos; doblegar y acomodar el temple a mil cosas que le contrarían. Ahora bien, ese ingente número de actos de obediencia, esa larga serie de triunfos que el niño alcanza sobre sí mismo y sus defectos, son el mejor método de formación de la voluntad, la manera mejor de robustecerla y darle flexibilidad y constancia.

VIII. Formarle el juicio.
De todas las facultades del niño, es la que más importa proteger, formar y desarrollar. En efecto, ¿qué puede hacer un hombre carente de razón, sin discernimiento práctico, sin tiento ni experiencia del trato social? Nada.
Incapaz de adquirir virtudes cristianas y sociales, no vale ni para los negocios del mundo ni para la vida espiritual. Para ser virtuoso o espabilado, hay que ser hombre. Pero, ¿dónde está el hombre, si no tiene juicio? El buen criterio es indudablemente un don natural que nadie puede prestar a quien no lo ha recibido. Pero admite grados e, igual que las demás facultades del alma, puede crecer y desarrollarse más y más. Por consiguiente, es de suma importancia desarrollar dicha facultad en el niño y ponerle en condiciones de continuar desenvolviendo y perfeccionando él mismo ese discernimiento.
Para ello se necesita:

1. Hacerle adquirir el hábito de pensar antes de hablar y dar su opinión sobre cualquier cosa. El error mental procede siempre de una estimación y habitual manera de ver incompleta; lo que más expone a contraer dicha enfermedad intelectual es el juicio precipitado, ya que no se puede ver sino superficialmente Io que se mira de prisa y corriendo.

2. Repetidle a menudo la célebre máxima de san Agustín: «La reflexión es el principio de todo bien». Acostumbradle a pautar la conducta y el juicio según los grandes principios de la moral cristiana, verdadera luz de la mente, antorcha de la razón y fuente de la sabiduría.

3. Adiestradle, en las instrucciones que le dais, a discernir el punto básico, el objeto principal de una pregunta, de un relato, de una lección cualquiera, y no le dejéis divagar ni perderse en detalles nimios.

4. Obligadle a recapacitar con frecuencia sobre los detalles de su conducta, señalándole en qué ha faltado al buen criterio y tino, y cómo dejó lo principal por lo secundario, lo sólido por lo brillante, los principios fundamentales por criterios discutibles o erróneos.

5. Ocupadle en estudios y trabajos que exijan reflexión; adiestradle en combinar ideas, saber unirlas, sacar consecuencias de un principio y prestar atención a todo.

6. No os canséis de repetirle que la razón, la prudencia y la virtud son tres cosas inseparables que se hallan siempre en el fiel de la balanza, no en los extremos; por consiguiente, que la razón y el buen criterio excluyen cualquier exageración, cualquier perfección quimérica, todo lo que es desorbitado.

7. Preservad la inocencia del niño y ejercitadlo en la virtud, pues las pasiones ciegan la mente y alteran el juicio.

IX. Dar temple y pulido al carácter del muchacho.
Un carácter ideal es un don insigne de Dios, es un tesoro y una fuente de felicidad para toda una familia.

Al revés, tener mal carácter es una desgracia para quien nace con él y para quienes con tal persona han de vivir. Es causa de discordia y puede ser un verdadero azote para una familia entera. Pero, a Dios gracias, el carácter se puede modificar, corregir y mejorar. Sí, aun el peor genio, con una buena educación, puede reformarse.

Para llevar a buen término esa difícil tarea, el maestro debe:

1. Estudiar el carácter del niño, sus aficiones, defectos, aptitudes y propensiones. Si no, ¿cómo va a conocer lo que en él se ha de reformar? ¿Cómo va a trabajar en el cultivo, desarrollo y perfección de sus buenas cualidades?

2. Dejar al niño cierta libertad respetuosa, pues si se le reprime demasiado, no habrá modo de conocer sus defectos y corregírselos.

3. Combatir sin tregua el egoísmo, la rudeza, el orgullo, la insolencia, la grosería, la vidriosidad y otros defectos parecidos que echan a perder el carácter, siembran por doquier el desorden, y arruinan la paz y la caridad fraterna.

4. Poner empeño en lograr que el niño sea cortés, servicial, obsequioso, agradecido, y en acostumbrarle a los buenos modales para con todo el mundo, singularmente con sus padres, maestros y cuantos tengan autoridad sobre él.

X. Ejercer vigilancia continua sobre el niño.
Es decir, rodearle de cuidados para preservarle del vicio, apartarle de las malas compañías, ejemplos perniciosos y cualquier contagio maligno; protegerle contra todo lo que pueda representar un peligro para su inocencia, comprometer su virtud o echarle a perder su buen juicio infundiéndole principios erróneos.

XI. Inculcarle amor al trabajo.
Hacerle adquirir hábitos de orden y limpieza; darle a entender que sólo en la honradez, el trabajo y el ahorro puede hallarse la fuente de la prosperidad, el desahogo y la riqueza.

XII. Darle la instrucción y conocimientos que pidan su condición y estado.
Lograr que se encariñe con dicha posición social, sea la que fuere, y enseñarle cómo podrá mejorarla, vivir feliz, gozar de honra y santificarse en ella.

XIII. Mirar por la salud corporal del niño.
Apartarle de influencias nocivas, conservar la integridad de sus miembros y llevarlos al mayor desarrollo posible; en suma, preservarle de cualquier accidente y de cuanto pueda alterar su constitución física o comprometer la integridad de sus órganos.

XIV. Finalmente, educar al niño es proporcionarle todos los medios para adquirir la perfección de su ser.
Es hacer de ese niño un hombre cabal. Y, ya que el hombre tiene el privilegio de poder progresar siempre para llegar a ser perfecto, como es perfecto su Padre celestial, el maestro ha de lograr que el muchacho no salga de la escuela sin estar convencido de que ha de proseguir por sí mismo esa educación mediante el estudio, la reforma personal, la lucha contra las malas inclinaciones, la corrección de los defectos y el empeño en llegar a ser cada vez mejor cristiano.

Tal es el fin de la educación y el nobilísimo ministerio que se confía al maestro de la juventud. Es la obra más santa y sublime, ya que es prolongación de la obra divina en lo que ésta tiene de más noble y excelso, la santificación de las almas.

Es la obra más santa, pues su objeto es formar santos y elegidos para el cielo. Es también la más difícil y la que pide más entrega; le costó a Jesucristo su sangre y vida; y el maestro no puede cooperar con él y ayudarle a salvar almas, si no es con el sacrificio y la inmolación propia. De cuanto precede se deduce claramente que enseñar a los niños la lectura y escritura, la gramática, la aritmética, la historia, la geografía, o incluso lograr que sepan de memoria el catecismo, no es realmente educarlos. El maestro cuya labor no pase de ahí, no cumple todo su deber con los alumnos. Le falta lo más importante, que es darles educación, es decir, formarlos en la virtud, corregir sus defectos, infundirles amor a la religión y acostumbrarlos a practicarla. En una palabra, hacer de ellos cristianos piadosos, cumplidores de sus deberes.

El padre de Sócrates era estatuario. Un día mostró al hijo un bloque de mármol y le dijo: «Hay un hombre encerrado en ese molón. Voy a hacerlo salir a martillazos». Cuando os traen un niño aún ignorante, rudo, sin educación, que no conoce más vida que la de los sentidos, podéis decir con más razón que el padre de Sócrates: Hay en él un hombre, un buen padre de familia, un caballero cristiano, un discípulo de Jesucristo, un santo elegido para el cielo, y voy a hacer que se manifieste: voy a enseñarle sus obligaciones y destino; voy a reformarlo, transformarlo y convertirlo en lo que puede y debe llegar a ser.

Le cuesta al niño llegar al uso de razón y discernimiento, que no alcanza normalmente sin el roce y comunicación con personas dotadas igualmente de esos dones: necesita, pues, el concurso de otros hombres para lograr la integridad y perfección de sus facultades. Pero necesita ese concurso mucho más para formarse en la práctica del bien y prepararse a recibir los principios de la fe, las gracias y virtudes que necesita para llegar a su destino eterno.

El hombre es el gran instrumento de Dios para educar al hombre y, lo que es mucho más importante, para salvarlo. Esta gloriosa misión resulta siempre difícil y a menudo es dolorosa, sangrienta, pues nadie salva a otros sin entregarse y, a veces, inmolarse por ellos. Para Dios, es un ministerio tan glorioso, que quiso honrar con él a su Hijo: el Verbo se encarnó para ser maestro, dechado y salvador del hombre.
¡Qué gloria, la de un religioso educador, asociado a semejante misión!

 



Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde explica la necesidad de la educación.

CAPÍTULO XXXVI 

NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN

¿Quién pensáis ha de ser este niño? (Lc 1, 66). Es la pregunta que se hicieron unos a otros los parientes y vecinos de Zacarías e Isabel, cuando el nacimiento del santo Precursor; es el interrogante más natural, cuando ve la luz un nuevo ser humano.

Pues bien, el Espíritu Santo respondió ya a tal pregunta, al enseñar que la senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).
¿Qué creéis ha de ser ese niño? Lo que haga de él la educación, es decir: un caballero cristiano, si se le cría debidamente; un libertino, adversario de Dios y de la religión, perturbador del orden social, si, abandonado a sus antojos, se le deja sin educación.

«Diadema del niño es la educación», dice un proverbio árabe, para significar que de la educación depende el porvenir del muchacho, sus andanzas, todo lo bueno o malo que vaya a ser y a hacer en el mundo.

Ahora bien, la sociedad se remoza incesantemente con los muchachos que a ella afluyen desde las escuelas, igual que el océano se alimenta de los ríos que en él desembocan. Puede afirmarse, pues, que la educación es el blasón de la sociedad, el molde que le imprime un espíritu y unos principios.

Razón tenía el escritor antiguo que afirmó: «La educación lo es todo; ella es la que da el hombre; de ella procede la sociedad, la religión, el bien, el mal, como el río viene de la fuente y la encina de la bellota». Los mismos paganos habían comprendido tal verdad y Platón aseveraba: «La buena educación es fundamento de la sociedad y de los pueblos; la educación desde los más tiernos años es absolutamente necesaria para informar la vida entera; es el asunto más importante de que ha de ocuparse la república, y el deber primordial del magistrado de una ciudad es el mirar por los niños, desde la primera infancia, para que se les críe honrada y santamente».

De ahí el pertinaz empeño con el que, en todos los tiempos y lugares, los dos bandos, el del bien y el del mal, riñen la batalla por el imperio de la educación. El problema, aparentemente anodino, de saber quién se arrimará al muchacho para enseñarle a leer y escribir, el cálculo y demás asignaturas elementales, encierra en último análisis otra cuestión de soberana trascendencia, el triunfo del bien o del mal: el niño pertenecerá toda la vida a éste o al otro bando, es decir, al primero que se adueñe de su corazón. Si una gran mayoría de niños se educa cristianamente, no corre peligro el reino del bien; por el contrario, si esa masa de niños queda sin educación o la recibe mala, prevalecerá el reino del mal y la sociedad entera correrá a su ruina.

Unos cuantos símiles nos lo harán comprender mejor:

1. La educación es para el niño lo que el cultivo para el campo. Por muy bueno que éste sea, si se deja de arar, no da más que zarzas y abrojos. De igual modo, por muy buenas disposiciones que tenga un niño, por fértil que sea el terruño de su alma, si no se le educa, si no se cultiva ese campo, no dará virtudes: su vida será estéril para el bien o producirá sólo agarrones, obras muertas.

Así como el cultivo resulta indispensable al campo para extirpar las malas hierbas, zarzas y espinos que en él crecen, y disponer el terreno para producir buenas plantas, así también la educación es absolutamente necesaria para corregir los defectos incipientes del niño, enderezar sus malas inclinaciones y disponerle el alma para que dé frutos de virtud.

¿Qué es la vida de un hombre que no ha recibido educación, es decir, al que no se le ha inculcado piedad y virtud? Es un año sin primavera; el verano nada tendrá que madurar ni el otoño que cosechar en él; y el curso entero de esa vida será triste estación de invierno, en que todo se hiela, hasta el sol queda sin brillo, y la naturaleza permanece desnuda, yerta.

¿Cuál es el origen del desenfreno de las pasiones que amenazan con invadir la tierra? ¿De dónde procede la perversidad precoz de tantos jóvenes que son el azote de la sociedad? De la falta de educación o de una enseñanza sin principios religiosos.

¿Por qué pregunta san Bernardo hay tantos hombres de edad viciosos o carentes de virtud? Porque no recibieron educación o les enseñaron mal y, cuando eran mozos, no les enmendaron los vicios ni les dispusieron el corazón para la virtud».

2. La educación es para el niño lo que la poda para el árbol. La buena poda es la que da belleza al árbol y depara cantidad y calidad de frutos: cuanto más se cuida la planta, cuanto más se la poda y escamonda, tanto más abundante y exquisita da la fruta. Cualquier árbol que deje de podarse, sólo produce madera o, a lo sumo, redrojos. De igual modo, la educación es la que desarrolla las buenas disposiciones del niño y le prepara las facultades del alma para las más excelsas virtudes. Si la educación no reforma al niño, si no corrige y cercena cuanto hay en él de defectuoso, las pasiones que ya tiene en germen al nacer, crecerán con los años y ahogarán todas las buenas cualidades con que haya nacido, y no le dejarán sino vicios groseros para su propia vergüenza.

«Igual que la vid afirma san Antonino, el alma del hombre necesita la poda». Si se la deja crecer y se la abandona, la vid es la planta que más pronto se asilvestra. Al hombre le ocurre lo mismo: basta privarle del beneficio de la instrucción y educación cristiana, para ver cómo degenera y vuelve a caer en la barbarie y el desenfreno del paganismo.

3. Al arbolillo tierno se le pueden dar todas las formas que se deseen: se le doblega hacia cualquier parte, toma sin resistencia la dirección que se le impone y la conserva siempre; pero si, cuando es grueso y duro, se pretendiera enderezarlo, se quebraría. Es la imagen fiel del niño y de los buenos efectos que en él produce la educación. En la primera infancia no es difícil doblegar su voluntad rebelde: se le corrigen fácilmente las malas inclinaciones, se le reforman cómodamente todos los defectos de carácter; pero cuando es mayor, ya no hay manera de hacerle cambiar. Podad, pues, al niño; escamondadle en su temprana edad: es el modo certero e infalible de asegurarle una vida ubérrima en obras buenas y virtudes.

4. La educación es para el niño lo que un guía seguro para el viandante inexperto. Si a éste se le dirige bien, llega sin dificultad y felizmente al término del viaje. Pero si va por sendas descarriadas, acabará por dar en una sima, si no cae apuñalado por un asesino o despedazado por las fieras.

5. La vida es como un viaje, en el que depende todo de los primeros pasos: se puede tener la seguridad de un término feliz, cuando se ha tomado el camino recto; pero quien se desvíe de éste, apenas iniciada la marcha, se descarriará tanto más cuanto más ande.

«Los niños en decir de Gersón se hallan ante los dos ramales de una bifurcación y plenamente dispuestos a seguir el primero en que se les ponga. Es, pues, de suma importancia señalarles temprano el camino de la virtud y acostumbrarlos a andar por él, porque seguirán toda la vida la dirección que se les dé. Dos amos les invitan a seguirlos: Jesús y el demonio. Si se los conquista para Jesús y se les enseña a seguirle en el camino del cielo, toda la vida serán de Jesús y caminarán por las sendas de la virtud. Al revés, si se les deja emprender los derroteros del vicio y, sobre todo con el mal ejemplo y lecciones perversas, se les induce a seguir tal rumbo, se someterán al demonio y le seguirán hasta el infierno. Ved qué difícil resulta convertir a judíos, turcos, herejes o cismáticos. ¿Por qué tienen tal apego a su error? Porque lo han mamado con la leche; y la educación, como quien dice, les ha incrustado en la mente las falsas opiniones de sus padres. ¿Por qué siguen con tal constancia las desviadas trochas que les conducen al infierno? Porque emprendieron tal camino en la infancia, y no les dejan salir de esos carriles los principios que les inculcaron en la primera educación».

6. La educación es para el niño lo que el piloto para la nave. Un barco sin timonel va infaliblemente a estrellarse contra las rocas o acaba por irse a pique en pleno océano. El joven que estrena mundo sin educación cristiana que le inmunice contra los peligros que en él ha de hallar, es nave lanzada al océano sin piloto que la gobierne, sin brújula que le señale el rumbo: juguete de todos los vicios, combatido por todas las olas, irá a estrellarse contra toda clase de escollos hasta que se lo lleve la vorágine a lo más hondo del abismo. Hay que decirlo sin tapujos: la falta de educación o la mala educación son las que pueblan la tierra de criminales, la sociedad de anarquistas y el infierno de réprobos. Quien toma el camino del infierno ya en su tierna infancia, seguirá andando por él hasta llegar a tan espantosa morada.

7. La educación es para el niño lo que son para una casa los cimientos. Un edificio sin fundamento carece de estabilidad. Si la base es floja, si la construcción no se asienta sobre roca firme, la derribará el viento o se desplomará con las primeras lluvias que reblandezcan el suelo (cf. Mt 7, 2427). Los cimientos de la vida del hombre se echan en la infancia.

«En esa edad dice san Juan Crisóstomo el porvenir depende por completo de la educación recibida: durante la infancia es cuando el hombre se forma para el bien o para el mal, y adquiere hábitos que va a conservar toda la vida». La educación es la que le grabará en la mente los principios religiosos que siempre habrán de ser norma de su conducta; la educación ha de sembrar en su corazón el germen de las virtudes que le guiarán al puerto de la salvación y harán de él un cristiano cabal, un predestinado; la educación le dará los conocimientos propios de la posición social y el género de vida al que la Providencia le llame; la educación, en suma, ha de prepararle el buen éxito en todos los negocios que se le confíen. Si le falta la educación o, por cualquier motivo, no le proporciona esas ventajas, su vida carecerá de fundamento, estará viciada desde los principios y no le va a traer más que una larga serie de culpas y desgracias.

8. Para envenenar las aguas de un río, basta arrojar ponzoña en sus manantiales: desde éstos se propagará por todos los regueros. Para adueñarse de un reino, basta ocupar sus principales plazas fuertes: desde éstas puede uno franquearse con facilidad la entrada en todo el territorio. Así también, para viciar la vida entera de un niño, basta dejarle sin educación o inculcarle principios erróneos: esos principios comunicarán su malicia y veneno a todas las facultades del alma y echarán a perder todas las acciones y virtudes.

¿Qué puede esperarse de un niño abandonado a sus caprichos o mal criado, sino una vida de desórdenes y crímenes? Cuanto más adelante en la vida, tanto más se irá encenagando en el vicio, y llegará a hacerse insensible a cualquier consideración. Al principio, sólo pecará por debilidad; luego se entregará al mal apasionadamente, incluso ufano y satisfecho de sus desmanes. «Ha de adquirir dice san Ambrosio hábitos detestables que, al no hallar ya resistencia alguna, se robustecerán hasta hacerse invencibles. Decidle entonces que reforme sus inclinaciones perversas y cambie de vida. Os responderá: Soy demasiado mayor para cambiar; me he criado así y no puedo ya obrar de otra manera».

El vicio no enmendado refuerza la pasión; la pasión falsea el juicio; el juicio pervierte la voluntad, y la voluntad depravada se complace en la perversión; de todo lo cual se origina el mal hábito. Y una vez creado el mal hábito, éste engendra como una necesidad de vicio y pecado. Para dar a entender la fuerza y la desgracia de semejantes hábitos, la sagrada Escritura echa mano de unas expresiones enérgicas y pavorosas, que debieran hacer temblar a los jóvenes viciosos: Los huesos del impío están impregnados de los vicios de su mocedad, los cuales yacerán con él en el polvo del sepulcro (Jb 20,11). ¿Por qué? Porque han quedado insertos en su naturaleza, adheridos a su propio ser.

«Me han educado pésimamente, confesaba con frecuencia el zar Pedro el Grande, emperador de Rusia. Lejos de reprimir los desmanes de mi genio feroz, los adularon; me doy cuenta ahora y me avergüenzo de ello, mas la fuerza del hábito es tal, que no puedo domeñar mi humor colérico y bárbaro. ¡He logrado cambiar las costumbres de mis súbditos, pero no he podido mudar las mías!».

9. La educación es para el niño lo que el canal para el agua. «Como el agua dice san Jerónimo sigue el caz que se le ha preparado, así también el niño aún tierno da en la flor de Io que se le inculca, se deja guiar y sigue el carril en que se le pone».. Del Espíritu Santo es esta sentencia: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6). Una experiencia secular ha confirmado ese proverbio y nadie puede menos de reconocer que, si con los años se le ha ido serenando la imaginación, consolidando el juicio, y ha acopiado conocimientos, sigue, no obstante, con las mismas aficiones y tendencias, con las primeras costumbres que había adquirido. De modo que, referente a vicios y virtudes, todos los hombres son, poco más o menos, lo que fueron en la juventud: cristianos o libertinos, sobrios o destemplados, castos o disolutos, conforme a la educación recibida. En lo concerniente a moralidad y conducta, se puede juzgar de lo que fue un hombre en la juventud, por lo que es actualmente; así como se puede vaticinar lo que un muchacho va a ser más adelante, por la conducta que observa al salir del centro escolar.

De los diecinueve reyes de Israel, no hay uno solo que no hubiera sido ya perverso en su juventud, y ninguno se volvió a Dios ni se convirtió antes de la muerte. En Judá hubo también diecinueve reyes desde Salomón hasta el cautiverio de Babilonia. Sólo hubo cinco buenos: Asa., Josafat, Joatán, Ezequías y Josias. Todos los demás fueron impíos. Pues bien, los buenos comenzaron a serlo en la juventud y continuaron siéndolo toda la vida. La mayor parte de los que fueron impíos, iniciaron su mala vida en la juventud y ya no cambiaron; tan cierta es la sentencia del Espíritu Santo: La senda por la cual comenzó el joven a andar desde el principio, esa misma seguirá también cuando viejo (Pr 22, 6).

10. Finalmente, la educación es para el niño lo que para la tierra es la semilla. En un campo no se cosecha sino Io que se ha sembrado: si la semilla es de trigo, se cosechará trigo; si es de cizaña, se recogerá cizaña. El corazón del niño es tierra virgen que recibe por vez primera la simiente. Si se prepara y cultiva bien ese corazón, si la semilla es buena, dará frutos abundantes y duraderos. «Lo que se aprende en la infancia dice san Ireneo va creciendo en la mente con los años y no se olvida nunca». Y san Ambrosio agrega: «Así como el arte de leer, cuando se ha. adquirido en la infancia, llega a ser tan natural que se ejercita sin el menor tropiezo y no se pierde nunca, de igual modo, cuando desde la infancia se ha imbuido uno de los preceptos divinos y los ha tomado por regla de conducta, toda la vida los seguirá guardando».

CONCLUSIÓN. Reconozcámoslo una vez más: la vida del niño depende por completo de su educación. Si ésta le falta o, a Io largo de ella, le inculcan malos principios, el niño será un vicioso y emprenderá la senda de la perdición desde el comienzo; y sus pasos, hechos a deslizarse por la pendiente del vicio, le lanzarán a todos los desmanes y le llevarán fatalmente a la muerte eterna. Por el contrario, la buena educación nunca deja de producir sus frutos, aun en los que temporalmente se apartan de los buenos principios que les inculcaron. Las verdades religiosas que llevan profundamente grabadas en el corazón, nunca se borrarán del todo. Por mucho que los vientos de las pasiones sacudan el árbol haciendo caer la fruta y desgajando incluso algunas ramas, el tronco despojado seguirá en pie con las raíces hundidas en la tierra y recibiendo savia nutricia que, llegado el momento providencial, hará que broten nuevas ramas y el árbol dé frutos abundantes. Las conversiones incesantes de que somos testigos, la vuelta a las buenas costumbres y a la práctica de la virtud, son ciertamente consecuencias beneficiosas de la educación cristiana, cosecha de la temprana siembra de la fe y la piedad en el corazón de los niños.

Dión tuvo la desgracia de que su hijo cayera en poder de Dionisio el Tirano. Este urdió contra su enemigo una venganza singular, tanto más cruel cuanto más anodina hubiera podido parecer. En vez de mandar que mataran al muchacho o le encerraran en horrible calabozo, decidió estragarle todas las buenas cualidades del alma. Con tal fin, le dejó sin educar, le abandonó a sus antojos y dio orden de que le toleraran todos los caprichos. El mozo, arrebatado por el torbellino de las pasiones, se entregó a todos los vicios. Cuando el tirano vio que ya había logrado lo que buscaba, se lo devolvió al padre. Lo encomendaron a pedagogos y maestros sabios y virtuosos, que nada omitieron para hacerle cambiar de conducta. Pero fue todo inútil: antes que enmendarse, se arrojó de lo más alto de la casa y se estrelló contra el suelo.

 


Fuente: maristas.com.ar 

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat para apreciar la disciplina, su dignidad e importancia y del cómo adquirir la autoridad con los alumnos.


Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat para apreciar la disciplina, su dignidad e importancia y del cómo adquirir la autoridad con los alumnos.

CAPÍTULO XXXIX 

INSTRUCCIÓN SOBRE LA DISCIPLINA

Un jueves salimos de excursión por los montes del Pilat. Tras haber habla. do de muy distintos temas, los hermanos más formales se pusieron a discutir sobre los medios de atraer a los niños a la escuela y aficionarlos al estudio.

Lo que mejor resultado me da afirmó uno son las recompensas. Con un punto bueno, una estampa, una remisión, consigo lo que quiero de los niños y me comprometería a llevarlos al cabo del mundo.
Pues a mí continuó otro la emulación me parece el medio más adecuado: en cuanto se logra establecerla, ya no les cuesta nada el trabajo a los niños, el estudio les resulta ameno y se entregan gustosos a él.

Yo opino añadió el tercero que las dotes del profesor y su abnegación valen más que todo eso.
Pues yo creo hubo quien replicó que para atraer a los niños a la escuela, no hay nada tan bueno como las hermosas muestras de caligrafía y los diseños lindamente perfilados.

Entonces, el venerado padre, que había estado escuchando la discusión, nos dijo:
Todos esos recursos son buenos, pero no bastan, ni aun empleándolos todos a la vez, si no están sostenidos y reforzados por una disciplina a la vez recia y paternal.

Algunos de vosotros no tenéis el debido aprecio de la disciplina, ni comprendéis bien su dignidad e importancia. Es más, hay quien se imagina que aleja de la escuela a los niños, cuando es lo contrario: la experiencia está demostrando cada día que un centro escolar en el que reina un orden perfecto, gusta a los niños y se gana el aprecio de los padres. Es natural: el orden agrada a todo el mundo, y a nadie agrada el desorden. Los niños están contentos y se hallan a gusto en una escuela donde hay disciplina, mientras sufren y aborrecen el estudio en una clase desordenada. En las aulas, la carencia de disciplina es igual que la pasión dominante en las personas: origen de todos los males, causa directa o indirecta de todas las faltas que se cometen. La falta de disciplina compromete o, más bien, desbarata todos los demás medios de conquistar a los niños para Dios y atraerlos a la escuela.

La disciplina, en mi opinión, es tan necesaria que, sin ella, no hay instrucción ni educación posibles. Por eso Platón, aun siendo pagano, llegó a decir que toda la fuerza y el éxito de la educación estriban en una disciplina bien ordenada.

Expongamos ahora brevemente los felices resultados de la disciplina:

1. Es gloria y prez de un centro de educación y le atrae alumnos. La gente se deja cautivar fácilmente por las cosas exteriores, y juzga de la educación de una escuela por la disciplina que en ella observa. Una disciplina vigorosa llama la atención y gusta a todo el mundo, gana la estima y confianza del público, y basta a menudo ella sola para dar fama a la escuela y atraerle alumnos.

2. Es prenda de instrucción sólida y adelanto, pues guarda las buenas costumbres de los niños y mantiene el orden y silencio en el aula; es acicate de la pereza por medio de la emulación que establece y el cuidado que pone en no permitir a ningún alumno el eludir los deberes comunes, y en asegurar el buen empleo del tiempo. La clase disciplinada y fiel al horario establecido es siempre una clase diligente, un plantel de alumnos ejemplares

3. Fomenta la piedad de los alumnos. Con tal fin vela por el cumplimiento de los deberes religiosos, exige que los niños estén con reverencia y recato durante la oración, que contesten clara y devotamente; destierra cualquier palabra o acto que pueda ofender a la fe, debilitar el respeto debido a la religión y la fidelidad a las prácticas de devoción cristiana.

4. Conserva la honestidad de los alumnos y, por ende, su salud corporal; al ejercer sobre ellos vigilancia continua y no dejarlos nunca solos, los preserva de las malas compañías, de la pereza, y los mantiene siempre ocupados.

5. Inspira a los niños buen espíritu, porque les hace reverenciar a los educadores, luchar contra los defectos y pasiones, y les infunde docilidad, confianza, amor recíproco y todas las virtudes que acompañan al espíritu de familia.

6. Previene las faltas de los alumnos y ahorra castigos. Cuanta más disciplina hay en un aula, menos penitencias hay que imponer a los niños. Los maestros más flojos de carácter y los que no quieren molestarse en mantener el orden mediante la vigilancia, la asiduidad y exacto cumplimiento de las normas reglamentarias, son los que maltratan a los niños.

7. Da temple a la voluntad del niño, y fuerza para resistir al mal y luchar contra las inclinaciones torcidas; le dispone para la práctica de la virtud, logra que adquiera el hábito de cumplir con el deber y le infunde docilidad a las inspiraciones de la gracia. ¿Cuál es la causa de que, hoy día, la mayor parte de los hombres sean volubles, sensuales, no sepan negarse nada ni puedan tolerar nada que contraríe a la naturaleza? Es que les han educado sin disciplina, no les han enseñado a obedecer, a gobernarse, a imponerse algo de violencia y combatir las malas inclinaciones. Mantener al niño bajo una disciplina a la vez vigorosa y paternal, acostumbrarle a obedecer, es prestarle el mejor servicio.

8. Protege la salud del maestro. En un aula disciplinada, los alumnos escuchan con atención y el maestro ahorra el tener que repetir muchas veces las mismas explicaciones y esforzar la voz, saliendo así muy favorecidos los pulmones. En una clase debidamente disciplinada, el orden, la calma, la paz y el buen espíritu que allí reinan, aseguran al maestro una serenidad ideal, preservándole de enfados y distintas penas morales que le agotan las fuerzas y la salud. En una palabra, en la clase disciplinada, los enojos son cien veces menores, y los consuelos cien veces mayores que en la clase desordenada. No es difícil, pues, comprender que la disciplina ahorra fuerzas al maestro y le protege la salud.
Vengamos ahora a los medios para alcanzar esa disciplina vigorosa y paternal que da resultados tan felices.

La disciplina paternal y religiosa sin la cual no pueden darse la educación de la voluntad ni el desarrollo de las facultades del niño es fruto de la autoridad moral.

Hay dos clases de autoridad: la autoridad de derecho y la moral.

La primera es la que el cargo confiere. No se precisa más para obtener disciplina y formar cuadros militares, pero es incapaz de formar cristianos. Son tres las atribuciones de esta autoridad: dar órdenes, castigar y premiar. Ahora bien, en una escuela no se trata de dominar a los niños por la fuerza, sino de formarlos en la virtud y someterlos al deber mediante el sentimiento religioso y el freno de la conciencia. Aquí, la autoridad de derecho con sus tres atribuciones de mandato, castigo y premio, no es más que un medio muy secundario de conseguir disciplina. Y si se hace uso indebido de dicha autoridad, es decir, si uno se sirve de ella sin reflexión, de modo imprudente y con rigor excesivo, irrita a los alumnos, les infunde mal espíritu e introduce en el aula malestar y desorden.

La autoridad moral, la que de veras educa al niño, es la influencia que el maestro ejerce sobre los alumnos por su virtud, capacitación, conducta ejemplar y gobierno prudente. Esta autoridad se atrae el respeto, estima, confianza, amor, agradecimiento, sumisión, temor de disgustar y deseo de complacer al maestro.

¿Cómo se adquiere?

1. Con virtud y conducta ejemplar.

2. Con la aptitud profesional y la entrega a la instrucción de los niños. Ciro el Joven preguntó a su abuelo Artajerjes, de qué medios podría valerse para someter a los pueblos y ganarse su estima y cariño. «Demuéstrales siempre le contestó que eres el hombre más virtuoso e idóneo: entonces los pueblos se te han de someter sin dificultad».

3. Actuando con la razón, el buen criterio y el sentido práctico. Virtud, razón e idoneidad empuñan el cetro del mundo y señorean en todas partes; nadie se niega a someterse a su imperio; por eso dijo un autor antiguo: «Siempre es el hombre más virtuoso y razonable el que gobierna; impone la ley sin pretenderlo; todos aceptan su opinión y se rinden a su autoridad sin darse cuenta».

4. Mediante la seriedad, la modestia, la moderación y el recato en las relaciones con los alumnos, y el empeño en respetarlos y hacerse respetar de ellos.

5. Velando por que no asomen los propios defectos, faltas, imperfecciones e incapacidad.

6. Con el uso muy moderado de castigos y premios, y el esmero en evitar cualquier acto de rudeza o de severidad excesiva.

7. Con un modo de obrar tan prudente y atinado, que jamás dé pie a los niños para criticar con razón al maestro.

Así es como se adquiere autoridad moral. Solamente ella educa, sólo ella puede lograr que los niños lleguen a ser caballeros cristianos.

No hay suficiente autoridad moral cuando el maestro no consigue el respeto, la docilidad y el cariño de los alumnos. Es indudablemente floja, cuando los alumnos no tienen la convicción de que el maestro es hombre virtuoso, idóneo y razonable, y de que les quiere con amor de padre.

Otra señal de autoridad muy floja es la falta de respeto para con los monitores o sustitutos ocasionales del maestro, la carencia de disciplina cuando falta el maestro. Si veis que, en cuanto éste se ausenta, se altera el orden, es que no tiene autoridad moral sobre los alumnos y los domina únicamente por la fuerza material. En un aula semejante no hay educación posible. El maestro desempeña en ella el papel de un guardia civil.

 




Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.

Traducción: Hno. Aníbal Cañón Presa
Edición: Hno. José Diez Villacorta

CAPÍTULO XLI 

EL MAESTRO

Cada uno, en la sociedad, ocupa un puesto y presta un servicio. Consideradas así globalmente, todas las profesiones son honrosas, porque todas son útiles y contribuyen al bien general.
Se ha de reconocer, sin embargo, que algunas funciones sociales son más dignas, más eminentes que otras. Unas atienden al servicio de las almas, otras al de los cuerpos: pues bien, en la medida en que el alma está por encima del cuerpo, el ministerio que la atiende está por encima del que se ocupa solamente del cuerpo. De donde se deduce que el sacerdote y el maestro, que se ocupan de las almas, desempeñan las dos funciones más excelsas que hay en el mundo.

Vamos a ver lo que es la educación y qué dotes ha de tener un buen maestro.

I. La educación.

La educación es una obra tan excelsa, que los santos padres y los autores más graves que se han ocupado de ella, la definen como una magistratura, una paternidad y un apostolado.

1. «Esta magistratura dice san Juan Crisóstomo tan por encima está de las magistraturas civiles como está el cielo por encima de la tierra; y me quedo corto. La magistratura civil no nos ofrece enseñanza alguna acerca de la verdadera sabiduría, ni maestro que nos aclare lo que es el alma, el mundo, lo que llegaremos a ser tras esta vida, adónde iremos a parar al salir de este mundo y cómo podemos practicar la virtud aquí abajo.

En este lugar, sin embargo, se explican todos esos graves problemas: por eso se le llama escuela de religión, cátedra de doctrina de las almas, tribuna en que el hombre se juzga a sí mismo; gimnasio, finalmente, en que uno se ejercita en la carrera que lleva al cielo».

Los magistrados juzgan a los reos y condenan los crímenes públicos; pero no iluminan ni alcanzan a procesar, incluso en la conciencia, el primer pensamiento, la primera causa del vicio: ésa es labor del maestro. Los magistrados castigan el mal; es mucho mejor lo que hace el maestro: lo previene, lo ahoga en su nacimiento, en su primer germen. Con frecuencia, los magistrados castigan y no corrigen; el maestro digno de tal nombre corrige casi siempre sin castigar; y cuando el mal se ha cometido, no pide la muerte del reo, sino la extinción de la falta.

Si la patria debe agradecimiento a los magistrados que la purgan de súbditos indeseables, ¡cuánto más al maestro por prepararle ciudadanos buenos y virtuosos que un día serán su fuerza y su gloria!
«Puedo repetirlo a mi vez concluye monseñor Dupanloup , el maestro es también magistrado, y la magistratura de que está investido, al igual que la obra que se le confía, ocupan el primer puesto en la sociedad».

2. El educador de la juventud no sólo es magistrado de rango eminente; es mucho más, es padre. Ciertamente, es un segundo padre, cuya vocación no supera, claro está, a la del primero; pero su entrega es tal vez más generosa, por ser más libre y desinteresada; su inclinación es menos natural, pero viene inspirada de más arriba; su capacidad, finalmente, es a menudo mayor y más perfecta.

El maestro participa esencialmente de lo más noble que hay en la paternidad divina. En la medida en que Dios se digna comunicarle el poder, es lo que los Libros Sagrados tan maravillosamente dicen del mismo Dios: «padre de las almas». No hay nombre que le venga mejor. Los mismos paganos habían alcanzado esa altura de pensamiento. «Sepan los jóvenes afirmaba un filósofo que los maestros son padres, no de los cuerpos, sino de las almas». Esa misma idea inspiró a Alejandro su célebre máxima: .«No menos debo a Aristóteles, mi ayo, que a mi padre Filipo; si a éste le debo la vida, a aquél le debo el llevar vida honrada».

3. La educación es un apostolado y una especie de sacerdocio. Tal ha sido el sentir perenne de la Iglesia. «No tengo empacho en afirmar dice monseñor Dupanloup que el sacerdote más virtuoso y más entregado a la santificación de las almas, tiene a menudo sobre ellas una influencia menos amplia y profunda que la del maestro en el alumno al que educa». La presencia del sacerdote entre los niños es más bien rara; sólo de vez en cuando se relaciona y habla con ellos; no puede, pues, seguirlos en el detalle de sus actuaciones. El caso del maestro es muy distinto: tiene en sus manos, como quien dice, la existencia del niño, su vida entera de cada día y cada hora, y por lo mismo, todo su presente y todo su porvenir. Tiene con él las relaciones más naturales, el trato más frecuente, por lo que su influencia está siempre actuando; es, en resumidas cuentas, perpetua y universal.

No se puede negar que el confesor repara el mal y obra en el alma un bien inmenso, admirable; pero no contribuye muy directamente al desarrollo de las facultades y rara vez, incluso, a formar el carácter del niño y corregirle de manera detallada los defectos. Sólo del maestro recibe el niño a la vez el empleo del tiempo, el desarrollo de la inteligencia y la reforma constante de las inclinaciones. El maestro está siempre con el niño; a lo largo del día le vigila y le dirige en sus acciones. El niño, pues, no piensa más que en el maestro, sólo a él oye, sólo por él trabaja; de él depende por entero en todo lo que más de cerca se relaciona con el espíritu y el corazón; a saber, la censura o la alabanza, el baldón o la honra, la satisfacción de aprender, la del trabajo y la del éxito.

La influencia del maestro en el niño es, por consiguiente, extraordinaria, ora le desarrolle las facultades con la instrucción, ora, en los demás ejercicios del día, le temple el carácter y las buenas costumbres mediante una disciplina paternal.

En cuanto a los defectos, el educador los ve más de cerca y los sorprende en el acto; los conoce mejor que el mismo niño, mejor también y antes que el confesor. Este conoce sobre todo las faltas y las absuelve; aconseja actos de virtud y los alienta. El maestro alcanza más: conoce a fondo las cualidades y los defectos de los alumnos y trabaja, como quien dice, en el debido sitio y momento, en desarraigar éstos y fomentar aquéllas.

Con autoridad sublime, el confesor forma la conciencia. El maestro hace lo mismo desde un puesto menos elevado, pero con autoridad también eminente. El confesor cura las llagas del alma, distribuye la gracia, comunica la vida sobrenatural. Con miras a esta última, el maestro prepara en el niño facultades robustas y vivas, le inspira el amor a la belleza y la verdad; para recibir las verdades de la fe, prepara una mente despejada, pura, recta; y para los combates que ha de arrostrar la virtud, prepara un corazón generoso, agradecido, filial, y un carácter firme, enérgico.

Claramente se ve que la educación no es una industria ni un trabajo de especulación, es un verdadero apostolado que busca llevar almas a Dios.

Cuando se trata de especulación, el maestro es un instructor que desempeña ese oficio como otro cualquiera. En el apostolado, el maestro es un padre, un pastor que desempeña un ministerio sagrado: es el hombre de Dios, el apóstol que se olvida de sí, totalmente consagrado a la salvación de las almas. En el caso de la especulación, los niños son colegiales a los que uno instruye a cambio de un justo sueldo: se trata de una explotación y uno de tantos medios como hay de ganarse el pan. En el apostolado son niños a los que se ama y educa para Dios con abnegada diligencia, hasta sacrificar por ellos la salud y la vida.

El apostolado supone solicitud de padre, entrega pastoral y celo apostólico. Los centros escolares en que reina, vienen a ser una familia, y una familia enteramente cristiana. Allí está Dios presente, con su autoridad suprema, a la vez paternal y maternal; allí hay afán de salvar almas. Sí, en escuelas semejantes, la primera de las preocupaciones es llevar almas a Dios.


II. Dotes de un buen maestro

De cuanto acabamos de decir se deduce que el ministerio del educador cristiano es muy noble, excelso y difícil. «Dar cabal educación cristiana no es labor cómoda ni que vaya como una seda. Es dice el cardenal de la Lucerna obra maestra del entendimiento humano, que no se logra sin asiduos y prolongados desvelos de una gran sabiduría. No basta sembrar la virtud en las almas, se la ha de cultivar con empeño y cuidado hasta que se logre recoger la cosecha. No basta enseñar principios religiosos, hay que grabarlos en lo más hondo, hasta conseguir que sean imborrables. No basta dar a conocer la religión, hay que hacerla amar. No se trata sólo de robustecer la débil naturaleza humana, sino de reformarla, puesto que está propensa al mal.

«¡Qué conjunto de dotes, aparentemente incompatibles, exige la obra magna de la educación! Autoridad que sepa conceder cuanta libertad se requiera para desarrollar el carácter, y negar la que lo pueda echar a perder. Mansedumbre sin debilidad, severidad sin dureza, seriedad sin desabrimiento, condescendencia y cariño sin familiaridad; deseo ardiente de éxito, templado por una paciencia inasequible al desaliento; vigilancia a la que nada se le escurra, junto con una prudencia que a menudo simula ignorar; recato que no perjudique a la sinceridad; firmeza que no llegue a la obstinación; perspicacia que, sin dejarse sentir, llegue a desenmarañar las inclinaciones; prudencia que dé a entender lo que se ha de perdonar y lo que se ha de castigar, y cuáles son para ello los momentos más propicios; ingenio que no llegue nunca a la astucia y se insinúe en las mentes sin provocarlas a rebelión; amenidad que haga agradable la enseñanza sin restarle solidez; indulgencia que se haga amar, a la vez que adecuada justicia que mantenga el temor; condescendencia plegada a las inclinaciones naturales sin mimarlas; habilidad para corregir dichas tendencias unas por medio de otras, robustecer las buenas, ahogar las malas; tino para prever las ocasiones peligrosas; serenidad que no se desconcierte por acontecimientos inesperados o preguntas molestas de los niños. Es como si dijera: para ser buen maestro, se necesitaría ser hombre perfecto».

No todos nuestros hermanos podrán tener cuantas dotes señala en el cuadro anterior y pide, aun a los maestros seglares, el cardenal de la Lucerna. Pero todos han de poner empeño en adquirir virtud sólida, piedad ardiente, intenso amor a los niños, entrega total, celo perseverante, firme y siempre atento para guardarles la inocencia y corregirles los defectos, mediante la discreción y la religiosidad.

1. Virtud sólida. De todas las lecciones que podéis y debéis dar a los alumnos, la primera, la principal, que es a la vez la más meritoria y la más eficaz para ellos, es el buen ejemplo. La instrucción penetra más fácilmente y se graba más hondamente por la vista que por el oído.

Las palabras pueden persuadir, el ejemplo arrastra; su eficacia es tanto mayor cuanto más suave, pues presenta a la vez la enseñanza, la exhortación y el aliento. El niño es instintivamente imitador.; lo ha querido así la naturaleza, para que aprenda por el lenguaje de los hechos. Ved cómo se adiestran los alumnos de caligrafía y dibujo, copiando obras ajenas. Así se forman los alumnos de moral, imitando las acciones de sus maestros. Por eso, san Pablo escribía a su discípulo Tito: En todas las cosas muéstrate dechado de buenas obras, en la doctrina, en la pureza de costumbres, en la gravedad de tu conducta, en la predicación de doctrina sana e irreprensible: para que quien es contrario se confunda, no teniendo nada que reprocharnos (Tt 2, 78).

Pero hay, en nuestro caso, una razón más profunda, que conviene explicar. ¿Qué es la educación? Es una transmisión de vida moral; es, ya lo hemos dicho, una paternidad auténtica. Pero, precisamente, una de las leyes esenciales de la vida es que sólo se pueda transmitir con ciertas condiciones de identidad o semejanza. En el mundo físico, la planta y el animal no se reproducen más que dentro de su especie y, al comunicar la vida, transmiten generalmente su conformación, necesidades y aptitudes. Pues bien, salvo alguna excepción, la vida moral se transmite con las mismas condiciones de semejanza. Para que pase de unos a otros, es menester que los padres o los maestros la posean, conforme al dicho «sólo se puede dar lo que se tiene». Además de poseer vida moral, necesitan tener virtud plena, sin mezcla de achaques o tachas, so pena de transmitírsela al niño alterada o incompleta. Sabido es que se puede heredar, por nacimiento, una salud robusta o una disposición enclenque: afirmamos, por nuestra parte, que la educación puede también transmitir vigor moral o gérmenes depravados. En suma, la vida moral y la virtud se heredan en las mismas condiciones en que se hallan, enclenques o robustas, conforme el educador sea tibio o fervoroso en el bien. Ya lo dice el adagio: «De tal palo, tal astilla». Según sea el padre o el maestro, así será el hijo o el discípulo. Esa es la ley, que unas pocas excepciones no pueden invalidar.

El mismo Creador parece haber querido formular esa ley de transmisión de la vida, cuando decretó: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra (Gn 1, 26). Entonces Dios emitió e infundió en el hombre un hálito o espíritu de vida.. Ese es el modelo de la paternidad educativa. El maestro ha de emitir del fondo de su alma ideas conformes a la verdad, sentimientos buenos, nobles, virtuosos, todo lo que constituye la vida moral. Y si todo eso se reduce sólo a palabras y no se traduce en virtud y buenos hábitos, no será más que ruido vano, letra muerta, y no vida que engendra vida, virtud que da virtud. Si, en vez de lo que engendra vida, no lleva en el corazón más que elementos de muerte, vicio, pecado, codicia, espíritu mundano, el niño recibirá esa influencia y, de no ser por especialísima gracia de preservación, su alma reproducirá más o menos esa imagen.

Ahora bien, dicha vida moral se imbuye como un hálito, se respira como el aire, se expande por secretas emanaciones de las almas que la poseen, como emana el aroma de la flor: es asunto de una palabra, una mirada, una actitud, una sonrisa, y sobre todo del conjunto múltiple de relaciones, modales y conversaciones, que dan paso a la vida para su transmisión a las almas.

En el orden moral, el proceso de transmisión de la muerte es parecido al de la vida: no siempre es el resultado de un lance funesto que se pueda prever y determinar. Se instila también en las almas y se adentra invisiblemente, porque se expande a su vez cual funesta exhalación por los mismos caminos que dan paso a la vida. Por eso, igual que hablamos del «buen olor de la virtud», decimos también «el contagio del vicio».

Para enseñar la virtud, o mejor, para inspirarla y transmitirla, hay que ser virtuoso; de lo contrario, uno es charlatán, profesional de la mentira, la peor de las ruindades. Convencido de ello, monseñor Borderies, obispo de Versalles, aconsejaba a un clérigo joven: «Para ser santo, al educador de los jóvenes le basta no ser hipócrita ni mentiroso. No tiene más que hacer lo que dice y seguir los propios consejos. 

Recomiendas a los niños la pureza de costumbres, sé tú mismo puro e irreprochable; les induces al amor de la verdad, la obediencia, el recato y la piedad, sé tú mismo franco, humilde, dócil, piadoso: sé para ellos modelo de todas esas virtudes»..

Dar a los niños lecciones de vida cristiana y contradecir, con el mal ejemplo, las sentencias que se pronuncian, es una vergüenza y un crimen; es acariciar con una mano y golpear con la otra. Los actos han de ir conformes a las palabras; si éstas se oponen a aquéllos, serán inútiles para el niño y no servirán más que para condenar al maestro. Cualquier educador religioso ha de poder repetir lo de aquel célebre israelita: «Ya que tengo encargo de guiar a los jóvenes, les dejaré ejemplo de virtud».

2. Piedad ardiente. No se comprenderá bien cuán necesaria es la piedad, si no recordamos que Dios ocupa el primer lugar en la educación por cuatro motivos:

1.° Porque es el primer maestro del hombre. Sí, el mismo Dios trabaja, ante todo, en la educación del hombre. Es fundamentalmente maestro. Por esa razón, dice el profeta Isaías: Tus hijos todos serán adoctrinados por el mismo Señor (Is 54, 13; Jn 6, 45).

En primer lugar, hay tres cosas en las que Dios determinó ser nuestro primero y único maestro: el pensamiento, la conciencia y la palabra. Ni los genios más preclaros han podido jamás definir cómo se adquieren esas tres cosas; quiérase o no, forzoso es reconocer en ellas la iluminación divina.

No trabaja Dios visiblemente en la educación del hombre; exteriormente, tal obra se confía a maestros vulgares. Pablo planta, Apolo riega, los pedagogos hacen lo que pueden; pero ni el que planta ni el que riega cuentan para nada. Sólo hay uno que cuenta de veras en la educación del hombre: es el que da el crecimiento, es decir, el que desarrolla, robustece, ilumina y levanta, y ése es Dios.

Como dice Fenelón, «trabaja invisiblemente en nosotros, como trabaja un minero en las entrañas de la tierra. Y aunque no le veamos ni le atribuyamos nada, él es quien lo hace todo. Está obrando incesantemente en el fondo del alma, al igual que obra en lo más hondo de las tierras de pan llevar para hacer que den cosechas; y de no ser por él, todo perecería, resultaría inútil cualquier esfuerzo humano».

El maestro, por consiguiente, es sólo el cooperador de Dios en la obra de la educación. Es evidente que, para cooperar adecuadamente con Dios, hay que vivir en íntima unión con él y participar abundantemente de su espíritu. Pues bien, solamente con la piedad y las frecuentes comunicaciones con Dios se puede alcanzar esa unión y participación de su espíritu.

Por otra parte, el principal medio de éxito en la obra de la educación es la gracia, el don de enseñar. Pero toda dádiva preciosa, todo don perfecto de arriba viene, del Padre de las luces (St 1, 17). Sin el socorro divino, vanos son los trabajos más persistentes y penosos; mientras que, con él, los menores esfuerzos se coronan con éxito feliz.. Únicamente la piedad fervorosa puede alcanzar la gracia, el don de enseñar, sin el cual nada se logra. Por consiguiente, el maestro que no es piadoso, no es apto para la enseñanza, nunca acertará en tal oficio. Podrá enseñar la lectura, la escritura, la aritmética; a lo sumo, llegará a hacer aprender de memoria a los niños algunas fórmulas del catecismo; pero nunca les ha de inspirar la práctica de la virtud, ni formará sus almas.

2° Porque se ha de educar a los niños por Dios y para Dios. «No educar más que para la vida temporal dice el cardenal de la Lucerna es tarea al alcance de animales desprovistos de razón. Educarlos tan sólo para la vida social, pueden hacerlo los infieles, privados de las luces de la revelación. Pero educar a un niño para Dios, para la Iglesia y para el cielo, solamente son aptos para esa obra el sacerdote, el padre cristiano, y el educador profundamente piadoso y religioso».

3º Porque tiende a la formación de las almas, la educación es obra interior. Educar al niño es, por consiguiente, ocuparse de su alma para llevarla a Dios; de su mente, para ilustrarla y darle sólidos principios religiosos y el conocimiento de Jesucristo; de su corazón, para purificarlo, ennoblecerlo y formarlo en la virtud; de su voluntad, para robustecerla, templarla, hacerla dócil, flexible y constante; de su conciencia, para iluminarla, formarla e inspirarle el horror al pecado; de todas sus facultades morales, para desarrollarlas y lograr que se eleven al orden sobrenatural, es decir, a la práctica de las virtudes cristianas sólidas.
Cuando se os confía un niño, imaginad que Jesucristo os está diciendo lo de la hija del faraón acerca de Moisés, al que acababa de rescatar de las aguas del Nilo: Toma este niño y críamele, que yo te lo pagaré (Ex 2, 9). Nada más precioso que él tengo en la tierra; te lo confío para que le guardes del mal y le enseñes a practicar el bien. Este niño es el precio de mi sangre; enséñale lo que me ha costado su alma, lo que hice por salvarle; edúcalo para el cielo, pues está destinado a reinar allí conmigo.
Pues bien, es evidente que una obra semejante no se puede realizar por medios humanos; solamente la gracia y la virtud pueden lograrlo; pero esa gracia y virtud no se alcanzan sino con la oración. La piedad, pues, le es absolutamente necesaria al maestro.

Porque el niño, para colaborar en su propia educación, necesita absolutamente la ayuda de la gracia. Lo primero que precisa para esa colaboración es la piedad. La necesita como apoyo de su debilidad en la lucha contra el pecado, las inclinaciones perversas, las tentaciones del demonio, el respeto humano y los ejemplos perniciosos de los condiscípulos. Si le falta la piedad, se hallará sin fuerzas en esas ocasiones.

Por otra parte, no se adquieren las virtudes sin esfuerzo; no se corrigen los defectos sin luchar; el niño ha de oponerse con denuedo a la propia naturaleza. Se le puede ayudar y dar ánimos, pero en último término le toca a él desarraigar el mal, cultivar el bien, corregir los defectos y perfeccionar las cualidades. Ahora bien, sin piedad, es labor superior a sus fuerzas. La piedad hace que el deber resulte fácil y ameno; lo robustece y anima todo en el joven; ella es la que infunde savia, vigor y belleza a las virtudes. Lo que el niño ejecuta por temor, por obligación rigurosa, por pura razón, siempre le resulta molesto, duro, penoso y a veces agobiante; mientras que todo se le vuelve amable y fácil cuando le mueve la piedad, el amor de Dios.

El niño sin piedad, aun cuando sea diligente y constante, es muy difícil de educar e instruir: se cansa, se hastía y desalienta; no se fía del maestro; es incapaz de sufrir reveses ni decepciones; se enoja y se irrita; es versátil e incapaz de determinarse a emprender nada grande ni asentarse en sitio alguno. El niño piadoso tiene también defectos, pero los reconoce y los siente, y trata de corregirlos; si cae, se levanta sin despecharse por sus caídas y sin disimularlas.

Es propio de la piedad infundir fuerza y firmeza maravillosas; éstas a veces dan a niños de doce a quince años una madurez de carácter y juicio, un vigor mental que pasma; se vuelven aplicados, previsores, modosos, rectos y firmes en la lucha contra sí mismos. La piedad logra que lleguen a ser los mejores compañeros y mejores estudiantes, siempre sencillos, amables, sin altivez ni aspereza. El niño dotado de piedad se hace todo para todos (1 Co 9, 22); se le abre la inteligencia, se le ensancha el corazón, se le desarrollan todas las facultades, de modo que se le puede aplicar lo que escribía Bernardin de Saint Pierre precisamente acerca de un niño: «La piedad va revelando cada día más la belleza de su alma con cierta gracia imborrable en su rostro».
4° Porque el educador no puede cumplir su augusto ministerio sino con la ayuda divina. Ya lo hemos recordado: nadie da lo que no tiene. ¿Cómo podrá, pues, el maestro inspirar la piedad al alumno, si él mismo no es muy piadoso? ¿Cómo hará comprender la excelencia, necesidad y ventajas de la oración, si las ignora o apenas las conoce? El maestro carente de piedad ni siquiera logra hacer rezar de modo conveniente a los niños. Podrá desempeñar las funciones de pertiguero y conseguir cierto orden, pero nunca ha de lograr por parte de los muchachos la postura y tono respetuoso que exige la oración; nunca podrá sugerirles las intenciones y afectos devotos que fomentan y vivifican la piedad.

Un alumno puede haber seguido muchos años el régimen de una escuela cristiana y, sin que él ni sus maestros lo adviertan, no haber llegado en realidad a ser ni muy piadoso ni muy cristiano. ¿Cómo es ello posible? Porque no actuaba bajo la inspiración de la conciencia. Obraba por mera imitación y rutina; iba a donde iban los demás; seguía con indiferencia la corriente común. Al hallarse ahora solo, fuera de aquel movimiento, ya no piensa más en las prácticas piadosas de la escuela. La voz de la conciencia no ha venido a suplir el silencio de la campana, ni la propia voluntad la dirección de los maestros. Abandona la oración, las funciones religiosas, los sacramentos, y llevado por nueva y mala corriente, sigue sin resistencia el impulso que le arrastra. Tal es el resultado de una educación impartida por un maestro carente de piedad y de virtud: no podía transmitir lo que personalmente no tenía. No puso empeño en imprimir buenos principios en la mente del niño y formarle la conciencia; no supo hacerle comprender la imperiosa necesidad y excelencia de la oración. Nada tiene de extraño que los frutos de semejante educación sean nulos.

Para infundir la piedad, es de la mayor importancia que se recen bien las oraciones: que todos los alumnos las digan con respeto, pronunciando distintamente cada palabra y cada sílaba, con tono sencillo, natural y devoto.
Nada hay más lamentable que las oraciones rezadas con precipitación, sin modestia, sin concierto, con una indiferencia y postura reveladoras de que se está aguantando el ejercicio de piedad, pero que el corazón no participa en él.
El hermano que no da a los ejercicios de piedad toda la importancia que tienen, que no toma las debidas precauciones para que los alumnos recen con respeto y devoción, que no da buen ejemplo durante las oraciones, que no mantiene una postura grave, recatada, o se ocupa de cualquier cosa ajena a los ejercicios piadosos, incurre en grave responsabilidad: echa a perder los sentimientos piadosos en el corazón de sus alumnos y compromete todo el proceso de su educación.

Es preciso, pues, que el maestro ore, que sea sólidamente piadoso; que enseñe a orar a los alumnos, les acostumbre a rezar debidamente e invocar cada día al Padre celestial. El maestro que no rece, que carezca de piedad y no sepa infundir el amor a la oración a los niños a quienes educa, es un pedagogo indigno de la noble misión que se le confía.

3. Intenso amor a su profesión y a los niños.

Para desempeñar con acierto la noble función de pedagogo, es preciso estimarla y amar a los niños. Hay que empeñar, en el cumplimiento del deber, la propia existencia, la mente, el corazón, toda la actividad, la vida entera. No admite componendas, repartos ni divisiones. Todos los afectos, todos los afanes del maestro han de dirigirse a sus alumnos. Si no hace más que cumplir con ese oficio, a falta de otro mejor; si no se encariña con sus funciones y sus alumnos; si no se entrega totalmente a su educación, nada bueno podrá hacer.

La educación no consiste en la disciplina ni en la enseñanza; no se da mediante cursos de urbanidad, ni siquiera de religión; se transmite a través de las relaciones cotidianas, continuas, entre profesores y alumnos; de los avisos y consejos personales, los reproches y alientos, las lecciones tan diversas a que dan lugar esas relaciones ininterrumpidas.

Mas, para cultivar así individualmente a esas almas jóvenes, con la solicitud que reclaman sus necesidades y flaquezas, se necesita amar a los niños. Cuanto más se les ama, tanto más se hace por ellos, tanto menos cuesta su educación y mayores son las garantías de éxito. ¿Por qué? Porque las palabras y las acciones inspiradas por un afecto de buena ley, llevan consigo una virtud especial, sutil, irresistible. El maestro que ama, puede dar avisos y consejos; el amor que revelan sus palabras les da gracia y fuerza especial, se aceptan sus moniciones como prendas de amistad y se siguen dócilmente sus consejos. El maestro que ama, puede hacer reproches y aplicar penitencias; dentro de su severidad no se advierte prevención ni rigor excesivo; de modo que al alumno le duele más haber apenado a un maestro del que se siente amado, que el castigo que ha sabido merecer.

Amad, pues, a vuestros alumnos; no ceséis en la lucha contra la indiferencia, el cansancio y los sinsabores que sus faltas provocan tan fácilmente. Sin que os desentendáis de sus defectos, ya que debéis corregirlos, ni de sus faltas, que a menudo habréis de castigar, pensad también en todas las buenas cualidades que tienen vuestros muchachos: mirad la inocencia que brilla en su rostro y en su frente serena, ved con qué ingenuidad confiesan las faltas, la sinceridad de su arrepentimiento aunque no dure mucho, la franqueza de sus propósitos aun cuando falten a ellos casi inmediatamente; la generosidad de sus esfuerzos aunque rara vez los prolonguen. Daos por satisfechos con el poco bien que hacen y el mucho mal que dejan de hacer. Y, pórtense como se porten, seguid amándolos mientras estén con vosotros, ya que no hay otra manera de trabajar con provecho en su educación.

Amadlos a todos por igual: no haya proscritos ni favoritos; o más bien, siéntanse todos favorecidos y privilegiados por recibir testimonios individuales de vuestro afecto. ¿Quién os ha confiado esos niños? Dios y la familia de cada uno de ellos. Pues bien, Dios es todo amor para el hombre, y todo el que gobierna en su nombre, ha de imitar su providencia y compartir su amor. Referente a los padres de los niños, ¿quién ignora que el corazón de un padre o de una madre es una inextinguible hoguera de amor? En nombre de Dios y de las familias, amad, pues, a esos niños: sólo entonces seréis dignos y capaces de educarlos.

4. Entrega total.

¿Qué es la abnegación? Es el fruto del amor. Abnegarse es entregarse sin reserva, es olvidarse de sí, no querer contar para nada, sacrificarse totalmente. En expresión de san Pablo, es entregarse a sí mismo, tras haberlo dado todo (cf. 2 Co 12, 15).

«Sed padres, más aún, sed madres», aconsejaba Fenelón. Ya no se puede decir más. Pero, antes que él, ya había afirmado el Apóstol de las gentes: Aun cuando tengáis millares de ayos en Jesucristo, no tenéis muchos padres, pues yo soy el que os he engendrado en Jesucristo por medio del evangelio (1 Co 4, 15). Más bien nos hicimos párvulos en medio de vosotros, como una madre que está criando llena de ternura (1 Ts 2, 7).

«No hay un solo instante escribe Rollin en que el maestro no haya de responder del alma de los niños que se le confían. Si sus ausencias o distracciones dan ocasión al enemigo para arrebatarles el precioso tesoro de la inocencia, ¿qué podrá contestar a Jesucristo cuando le pida cuenta de esas almas?». Nunca debe, pues, perderlos de vista. Ahora bien, en esa vigilancia continua consiste precisamente la abnegación. Sólo esa entrega paternal, efectivamente, es capaz de semejante labor. Todo maestro que no lleve dentro del alma las inspiraciones de dicha entrega total, será inevitablemente un mal pedagogo.

Por ejemplo, ¿de dónde sacará fuerzas para cuidar, en la clase, lo mismo a los torpes que a los listos, e incluso a tratar a aquéllos con más solicitud, precisamente porque son torpes, y arreglárselas para que, sin frenar demasiado el progreso de los mejores alumnos, no se rezague ninguno de los intelectualmente pobres, que no suelen dar mucha satisfacción al amor propio del maestro? Se impone aquí necesariamente la abnegación paternal: sólo un padre o una madre no consentirán nunca en dejar rezagados a los hijos más tiernos; sólo ellos se acomodan a su debilidad, les esperan, si hace falta, no sacrifican a unos por favorecer a otros y repiten lo de Jacob: Bien ves, señor mío, que tengo conmigo niños tiernos... Vaya mi señor delante de su siervo: yo seguiré poquito a poco sus pisadas, según viere que pueden aguantar mis niños (Gn 33, 1314).

Solamente la abnegación puede tolerar con paciencia las flaquezas, defectos ingénitos o chocantes, y la ingratitud de los niños. Solamente ella acaba por hacerse querer de esos muchachos, por atraérselos y elevarlos a su altura, porque solamente ella ha sabido bajar hasta donde ellos se hallaban; solamente ella, por fin, los transforma, porque sólo ella se identifica con esas almas jóvenes, como se identifican los padres con los hijos; y para decirlo todo de una vez, solamente ella puede acertar en el ministerio de la educación. La abnegación es el maestro más avisado que hay: tiene tal sutileza, que nada la puede suplir.
Pero sólo porque uno ama, puede sacrificarse; el principio de toda abnegación es, pues, el amor. Cuando el Hijo de Dios vino a ser el maestro del género humano, se inmoló para volver a elevarnos a la altura de nuestro primer destino. El inspirador supremo de esa abnegación inmensa fue el amor. Por eso dice san Pablo: Entonces la caridad de Dios apareció y se manifestó en todo su esplendor. Cuando Jesucristo envió a sus apóstoles como continuadores de su obra, les pidió un triple testimonio de amor y entrega, para darnos a entender que el desempeño de la hermosa y dura labor de los educadores requiere ante todo amor a Dios y a las almas.

Encargarse de educar a los niños sin amarlos, cumplir con desgana y desidia tal ministerio, es una desgracia y entraña una responsabilidad grave. «Porque un zapatero dice Platón sea mal operario, o llegue a serlo por su incuria, o siente plaza de tal sin serlo, la república no va a salir muy perjudicada: la única consecuencia es que unos pocos atenienses anden algo peor calzados. Pero si los pedagogos no lo son más que de nombre, si cumplen mal su cometido, las consecuencias serán mucho más graves. La mala obra de sus manos son las generaciones ignorantes que pondrán en peligro el porvenir entero de la patria»

Para ser realmente útiles a los niños, el amor y la entrega necesitan sal y vigor. ¿Cuál es la sal de ese afecto y esa abnegación? Es una firmeza prudente, que preserva de la flojedad y blandura excesiva. La firmeza es la fuerza moral, la energía de alma y de carácter con la que el maestro ejerce, de manera avisada, los derechos de su autoridad.

Fijaos bien, decimos fuerza moral, no fuerza material: es la fortaleza de ánimo, la firmeza en los consejos y la nitidez en los criterios. Naturalmente, se ha de reflexionar; pero, hecha la reflexión, se ha de concretar bien el propósito y cumplirlo sin titubeos. Es la fortaleza de la voluntad, es decir, la decisión clara y terminante; moderada, pero, dentro de la moderación, inamovible. Esa es la fortaleza que inspira respeto, sumisión y confianza. La fuerza moral se deja sentir en el alma de los niños y logra su educación. La fuerza material es como la policial: reprime, pero no corrige nunca los vicios y bajas pasiones; puede valer para las cárceles o los cuarteles, pero no para un centro de educación.

La firmeza es necesaria para conseguir adelantos y estimular a maestros y alumnos; necesaria para lograr silencio, orden y reconcentración, sin los cuales no puede haber trabajo serio ni aplicación perseverante; necesaria para mantener el reglamento, sólo el reglamento, pero todo él con sus detalles para cada ejercicio; necesaria para no tolerar ni permitir el menor mal, la menor falta. Se puede, y se debe, perdonar de vez en cuando; aparentar que no se ha visto; pero nunca aprobar ni tolerar lo que va contra el orden; nunca abdicar de los principios de la virtud y la justicia.

«Ahora bien dice Bossuet, hay una firmeza falsa. ¿Cuál? La dureza, el rigor, la terquedad, la imposición por la fuerza. No querer nunca armarse de paciencia, empeñarse en ser obedecido a toda costa, no saber esperar y contemporizar, romper en seguida por todo, es casi siempre comprometerlo todo y estrellarse uno mismo. Eso es ser débil: no saber dominarse es la debilidad más clara». «No hay auténtico dominio agrega Bossuet, si ante todo uno no es dueño de sí; ni hay firmeza provechosa, si no se empieza por ejercerla contra las propias pasiones».

Por consiguiente, en la obra de la educación nunca se ha de hacer nada por capricho, violencia o arrebato; todo lo han de impulsar la razón, la conciencia, la reflexión y el buen criterio. Tal es la firmeza genuina; tal es también, para el maestro, el orden y fundamento de toda autoridad. Quien así la ejerce primero sobre sí mismo, merece ejercerla sobre los demás; quien no es dueño del propio corazón, carece totalmente de firmeza porque es básicamente débil. En suma, la firmeza no dirigida ni regulada por la sana razón y el buen criterio, no es virtud, sino pasión o desfogue. La que no tenga como fundamento la bondad, tampoco es de buena ley; si no la mueve la abnegación, no es digna de tal nombre y, singularmente en la educación, tiene efectos desastrosos.

5. Celo perseverante, para instruir, corregir y formar al niño con toda paciencia.

«Tres cosas necesita la tierra dice Plutarco para dar cosecha abundante: buen cultivo, buen labrador, buena semilla. La tierra es el niño; el labrador, el que educa; la semilla son los buenos principios que el joven ha de recibir».
Hay que infundir, pues, en la mente de los niños las verdades santas; grabar hondamente en sus corazones los preceptos divinos. Las lecciones que deis, pronto se olvidarán si no las repetís. Para que sean duraderas, tienen que ser frecuentes. Digo frecuentes, no precisamente largas, pues la atención infantil es demasiado voluble para permanecer prolongadamente fija. Al desarrollar las instrucciones, no causéis fastidio al niño: es planta tierna a la que aprovecha mucho más el rocío de cada mañana que las lluvias copiosas caídas muy de tarde en tarde.
Ahora bien, en esa tierna edad es cuando más fácilmente se graban en la memoria las lecciones y los principios de la fe; es cuando las virtudes cristianas se imprimen con más viveza en el alma; es cuando la unción de la piedad mueve con más fuerza el corazón. En esa blanda cera es donde más fácilmente se graba la imagen de Dios. Para grabarla en piedra, se necesita el filo del cincel, muchos esfuerzos y mucho tiempo. Cuando no hay todavía prejuicios que disipar, pasiones que reprimir ni hábitos que reformar, es más fácil labrar el alma y amoldarla a los santos deberes del cristiano.

Ved cómo el jardinero avisado aprovecha el tiempo en que el árbol, tierno todavía, conserva la primitiva rectitud, para sujetarlo al rodrigón que le impedirá torcerse. El alfarero, para modelar la arcilla, no espera a que ésta se haya endurecido. Cuando es muy joven, pues, es cuando hay que formar al muchacho y darle buenos principios. Si le dejáis encenagarse en el vicio y la ignorancia, os predice el Espíritu Santo que ya no lograréis someterlo a la ley de Dios y formarlo en la virtud.

Así como la planta, las flores y los frutos se contienen en una semilla pequeña, así los gérmenes de las virtudes y de los vicios existen ya en los niños. Todo el mérito de la educación consiste en cultivar los primeros y desarraigar los otros. El buen maestro no se ocupa, pues, sólo de los alborotos que puedan alterar la disciplina, o de las faltas individuales que puedan manchar la conciencia de los niños; se afana, además, por corregir sus defectos. Sabido es que los defectos son las raíces de las faltas: son retoños que no dejan de brotar y volver a brotar mientras no se los haya arrancado de cuajo. Hasta los paganos habían entendido esa verdad, y Platón asegura: «El mancebo adquiere la perfección luchando contra los malos instintos y reprimiendo los defectos. Sin esos combates, no llegará a ser ni medianamente virtuoso».

La educación es un cultivo, y todo buen cultivo supone dos cosas:

• Cortar las ramas inútiles y eliminar la fruta agrazada o zocata, símil de la represión y cercenamiento de los desórdenes y faltas: cosa buena y útil, pero se necesita algo más.

• Se ha de llegar, pues, a la segunda operación, que consiste en eliminar los malos jugos injertando en el patrón vástagos de mejor calidad, símbolo de las virtudes que se han de instilar en el alma del niño.

Pero no olvide el maestro cristiano que los defectos casi no se pueden corregir más que en la juventud. Unánimemente atestiguan esa verdad los moralistas. «Lo que el hombre sembrare en los primeros años, eso recogerá en la edad madura», asegura san Pablo.

Cuando, al fin, llega uno a la edad de la sensatez, aun deplorándolas, se cometen faltas que son infaustas secuelas de antiguas caídas. «Cuando los hombres maduros afirma Fenelón intentan dejar el mal, éste les acosa, al parecer, aún mucho tiempo: les quedan resabios que les han enflaquecido el carácter, carecen de flexibilidad y se hallan desarmados ante los defectos. Semejantes a los árboles cuyo tronco áspero y nudoso se ha endurecido con los años y ya no se puede enderezar, los hombres de cierta edad no pueden ya atemperarse a la lucha contra ciertos hábitos inveterados que se les han introducido hasta en el tuétano de los huesos. Los reconocen, pero demasiado tarde; los lamentan, pero en vano. La juventud es, pues, la única edad en que el hombre lo puede todo sobre sí mismo para enmendarse».

Se ha de recordar y no olvidar nunca que los defectos son, en el hombre, el origen de todas las desgracias, de todas las aflicciones, de todas las flaquezas, de los mayores descarríos, de todas las amargas decepciones y desasosiegos de la vida. Motivos demasiado graves para que un educador celoso no ponga siempre el mayor empeño en corregir y extirpar los defectos de sus alumnos.

Si, entre hombres de cualquier estado y condición, toda excelencia o inferioridad, toda dicha o desgracia viene determinada por las cualidades o los defectos. Si esa persona hubiera reconocido oportunamente o no hubiera fomentado tal o cual defecto, si el educador la hubiera ayudado a corregirlo, habría honrado a su familia, la habría hecho dichosa; mientras que ahora es su vergüenza y oprobio.

Supongamos que en una familia determinada se da un defecto muy corriente, el espíritu de contradicción. Tratándose de cosas menudas, basta para desterrar de ella la paz y la dicha; si se trata de las de bulto, engendrará disensiones escandalosas.

Poned al frente de una gran empresa a un hombre desidioso o desordenado: la arruinaréis en poco tiempo.
Si no se le corrige a un niño el orgullo y la vanidad, no dejará nunca de ser el verdugo de la familia por sus locas pretensiones, sus caprichos y tiranía.

Si la educación no reforma al muchacho díscolo que empieza pronto a hacer ostentación de libertinaje e independencia, de desprecio de la autoridad de padres y maestros, cuando llegue a mayor, se rebelará contra las leyes de su patria; propagará el desorden y la revolución.
Ved a ese otro con evidente inclinación a lo prohibido por el sexto mandamiento; si no le vigiláis, si le dejáis que se entregue tranquilamente a los deseos de su corazón descarriado, no tardará en arruinar el cuerpo, perder el alma y, con sus malos ejemplos, arrastrar a otros muchos a su ruina. Ahora bien, Dios y la sociedad pedirán un día cuenta al maestro de lo que hubiera debido hacer para corregir esos vicios y enseñar el camino de la virtud a los niños que se le habían confiado.
Otra observación importante es que los defectos menudos son los que destemplan los caracteres enérgicos y acaban con los grandes hombres. Nunca se debe, pues, halagar ni menospreciar un solo defecto, por débil o leve que parezca. Cualquier defecto halagado, o simplemente descuidado, va creciendo secretamente y llega a ser pasión dominante. Desde la caída de Adán no hay en nosotros un solo germen de mal, por diminuto que sea y desapercibido que pase, que no crezca si no se le combate; que no tienda a adueñarse de todo, a dominarlo e inficionarlo todo. Mientras que, por el contrario, no hay en nosotros nada bueno que no tienda a debilitarse si no se lo fomenta y robustece. Por eso tampoco ha de descuidarse ninguna buena cualidad; pues toda virtud, cualquier don, por mínimo que sea, perece si no se le cuida.

En la naturaleza, todo lo que ha crecido lozano y se alza airoso en la época del vigor, hubo de sufrir, en los primeros años, sujeción y apretura. Para que un árbol presente aspecto hermoso, ha tenido que estar, cuando era tierno, cercado de espinas que le guardaran de las embestidas de los animales; ha habido que apuntalarlo y, sobre todo, que podarle los chupones que no le habrían dejado dar frutos abundantes; es decir, se le ha tenido que aplicar un hierro que parece mortífero, pero que le ha hecho fecundo: la airosidad de su ramaje y la abundancia de sus frutos exquisitos, todo se debe a una mano aparentemente cruel, que le infirió muchas heridas útiles.

6. Pero se necesita mucha discreción, al reprimir y corregir defectos, para que la severidad no degenere en dureza, y la mansedumbre en debilidad. Ambos excesos traen consigo los más graves inconvenientes, capaces de arruinar por completo la obra de la educación.

Las correcciones excesivamente blandas o demasiado recias acaban por no producir efecto alguno. Batiéndolo, el hierro se vuelve maleable y se le maneja a discreción; pero los golpes torpemente aplicados lo quiebran. El maestro que no sabe moderar y graduar reproches y castigos, hará que se acostumbren los niños a los primeros y se vuelvan insensibles a estos otros. Les agría el carácter e, intentando enmendarles un defecto, les hace caer en otro peor.

Por encima de todo, la prudencia procura adecuar los avisos y correcciones a la índole de cada niño. Quebranta la dureza de los díscolos con castigos más severos; pero temería apabullar a los débiles con penitencias riguro! sas. Al inclinado al bien no le trata como al que tiende naturalmente al vicio; sabe variar el género y graduar la intensidad del castigo según las faltas y defectos. Reprime al iracundo, humilla al orgulloso, estimula al perezoso y alienta al pusilánime.

Educadores inexpertos, que no echáis mano de otro recurso fuera de los castigos; que los multiplicáis sin razón suficiente y os ufanáis de conseguir, con ese rigor excesivo, la obediencia del alumno: tal vez logréis esa obediencia, pero con detrimento del carácter y de la actitud del muchacho. Lo hacéis más flexible, pero le restáis todo vigor. Vuestra severidad excesiva le embrutece: lográis su obediencia, pero perdéis su confianza; le hacéis sumiso porque le habéis vuelto solapado. Le habéis llevado a desconfiar del maestro y le habéis enseñado más a ocultar sus caídas que a evitarlas. Ved lo que hace el artista inteligente: echa mano de todos los recursos necesarios y evita el empleo de una fuerza inútil, que podría ser perjudicial para su obra. En la educación, el castigo es el último recurso, y no se ha de emplear antes de haber agotado todos los demás. Cuanto más raro sea, mayor eficacia ha de tener.

7. Finalmente, la religiosidad.

Cuanto más religiosa sea la educación, menos severidad se necesita. Fórmese la conciencia, aduéñese la piedad del corazón, y el niño se someterá fácilmente a la obediencia y al cumplimiento de todos los deberes. Velará él mismo sobre sus inclinaciones desordenadas y defectos, y los corregirá.

Solamente la piedad, el santo temor de Dios y las prácticas piadosas de la religión son capaces de imponer a los ojos, la lengua y a todos los sentidos del joven, el recato saludable y el freno de la conciencia, que son las mejores garantías de la inocencia y la virtud.

 

Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat sobre la vigilancia como parte esencial en la educación de los niños.




CAPÍTULO XL
LA VIGILANCIA. OBJETO Y NORMAS DE LA MISMA 

/. Cuatro máximas del Padre Champagnat

1. El hermano es el ángel custodio de sus alumnos.

La inocencia es el primero de todos los bienes y el más preciado de todos los dones. En la estima de Dios, un niño que no ha perdido la inocencia bautismal, vale más que todos los reinos de este mundo. Pero a esta delicada inocencia la cercan enemigos que han jurado su ruina, y el niño ignora cuánto vale su preciosa virtud: la lleva en vaso frágil (2 Co 4, 7), sin conocer los peligros que corre ni los lazos que le tienden por todas partes para hacerle caer y arrancarle su tesoro.

Pues bien, no siendo el niño capaz de conservar por sí solo ese bien de valor infinito, Dios ha confiado su custodia al educador cristiano y se lo ha entregado en depósito, para que lo guarde y defienda. Te he puesto a ti por centinela de la casa de Israel (Ez 33, 7), es decir, en el grupo de niños que tienes misión de educar. Al comentar este pasaje, san Juan Crisóstomo dice: «Igual que se coloca al centinela en la atalaya para observar de lejos los movimientos del enemigo y evitar que sorprendan al ejército que acampa en la llanura, así a los encargados de la guardia e instrucción de los niños, se les comisiona, por encima de todo, para vigilar atentamente las maniobras del enemigo, para alejar de ellos los lazos y peligros que les tiende el demonio con el fin de hacerles caer en sus redes». «El maestro asegura Rollin es el ángel custodio de los niños y, mientras estén bajo su dirección, no puede dejar un solo instante de responder de su conducta».

«De cada uno de vosotros agrega el beato de la Salle al dirigirse a sus hermanos puede afirmarse que es obispo, a saber, celador de la grey que el Señor le ha confiado; por consiguiente, tiene estricta obligación de velar por todos los que la forman».

Un hermano debe tenerse por alcaide de un alcázar asediado por el enemigo, y que no se concede un momento de reposo por miedo a que se lo tomen; o timonel que no para de alzar la vista a las estrellas para seguir el rumbo, y bajarla hacia el mar para descubrir los posibles escollos en los que la nave ¡ay! podría dar al través y zozobrar; o también, pastor que no puede permitirse el menor descuido mientras una manada de lobos acecha al rebaño, y que toma todas las precauciones para apartar a las ovejas de pastaderos peligrosos. Puede incluso aprender del enemigo, al ver lo que brega el demonio, cuya vigilancia es tan funesta como útil resulta la del educador. El enemigo de la salvación no pierde de vista a esos tiernos niños; les sigue a todas partes, no cesa de atisbar las ocasiones de sorprenderlos. ¿Tendrá un religioso menos celo para la salvación de estos muchachos, que el desplegado por ese monstruo para su perdición? ¿Podrá vivir tranquilo, mientras el león rugiente anda girando a su alrededor para devorar a unas almas puestas en sus manos por descuido culpable?

2. Dios pedirá al educador cuenta de los niños que le ha confiado. 

La vigilancia es una de las cosas más importantes en la educación de los niños. Es uno de los deberes más imperiosos del maestro, obligación cuyo descuido puede acarrear las consecuencias más funestas: los que se desentienden de ella, se exponen a los castigos más terribles.
«Si la falta de vigilancia enseña Rollin da al enemigo, que anda siempre girando alrededor de los niños, ocasión de arrebatarles el tesoro precioso de la inocencia, ¿qué podrá contestar el maestro, cuando Cristo le pida cuenta de esas almas y le eche en cara el haber velado menos por guardarlas que el demonio por perderlas?. Te pediré cuenta de su sangre (Ez 33, 8) dice el Señor, de las almas que has dejado perecer. Y por el mismo profeta nos avisa: Si el centinela viere venirla espada y no sonare la bocina, y el pueblo no se pusiere en salvo, y llegare la espada y quitare la vida a alguno de ellos, este tal verdaderamente por su pecado padece la muerte, mas yo demandaré la sangre de él al centinela (Ez 33, 6). Al confiar un niño al maestro, Dios le dice lo que Jacob a sus hijos cuando dejó en sus manos a Benjamín: «Juradme que responderéis de este muchacho; os pediré cuenta de él y, si no me lo devolvéis sano y salvo, consentís en que jamás os perdone tal falta».

«Vuestros niños dice san Juan Crisóstomo son el depósito que se os confía; daréis cuenta de ellos a Dios; velad solícitos sobre su conducta, sus pasos, compañías, amistades, y no esperéis perdón de Dios, si no cumplís ese deber».

3. La vigilancia ha de ser una de las primeras cualidades del religioso educador. 

El sentido de la vigilancia, atención y exactitud han de ser notas características del educador. «Entre las virtudes de un buen maestro dice Rollin la vigilancia y la solicitud son primordiales; nunca las extremará demasiado, con tal de que las ejerza sin estrechez ni afectación».

No debe el hermano reducir a la clase la vigilancia de los alumnos; con ojo avizor ha de seguirlos a todas partes: fuera, dentro, en el recreo, en clase, en las calles, en la iglesia, de día y de noche. La vigilancia de un buen maestro jamás dormita y, por temor de que el demonio arrebate a esos niños tan estimados el tesoro de la inocencia, vela sobre ellos en todo tiempo y lugar. Sabe que, mientras dormían los criados del agricultor, llegó su enemigo y sembró la cizaña que había de ahogar al buen trigo. Sabe que Sansón cayó en manos de los filisteos porque Dalila consiguió adormecerle para entregárselo. 

Sabe que, si duermen los pastores, se alegran los lobos, «y entonces como dice san Ambrosio es cuando el taimado tentador hace alguna de las suyas, al amparo de la incauta seguridad del custodio».. Sabe que el demonio, cual león rugiente, anda siempre girando alrededor de los niños para devorarlos. y que, para corromperlos, tan sólo espera el primer momento de descuido por parte del pastor. Sabe que el niño es crédulo, confiado, sensible, blando, de máxima plasticidad para recibir toda clase de impresiones, presa fácil de cualquier seducción; por consiguiente, que necesita continua vigilancia y dirección; le sigue, pues, y le endereza por el camino del bien. Sabe que el tiempo de las recreaciones en una escuela en que hay niños que vigilar, no es tiempo en que sea lícito entregarse a la ociosidad o a la diversión, sino que entonces ha de ejercer mayor celo y actividad. Y así, aunque no aparente observar, se da cuenta de todo: palabras inconvenientes o groseras, relaciones peligrosas o demasiado íntimas, señas equívocas, evasiones furtivas, coloquios prolongados, molicie en los juegos; en una palabra, todo lo que pueda ofender a la honestidad. Ve todos esos peligros y muchos más, y permanece sin cesar entre los niños para ponerlos en guardia contra esos lazos y hacérselos evitar.

Tal vigilancia ha de abarcar a todos los alumnos, todos sus sentidos y acciones, de modo que aleje hasta la idea del mal por la imposibilidad de realizarlo. Decía el Señor a santa Magdalena de Pazzi: «Procura, conforme a tu empeño y la gracia que yo te dé, tener tantos ojos cuantas sean las almas que se te confíen».. Ocurre igual con cada religioso educador; ha de tener tantos ojos como alumnos, para no olvidar a uno solo, para que ninguno quede entregado a su capricho, y para que los actos, las palabras y hasta los pensamientos de todos los niños puestos bajo su custodia, se le revelen como por influencia misteriosa.

4. Sin dicha vigilancia es imposible preservar las buenas costumbres de los niños. 

«La juventud es fogosa», dice san Juan Crisóstomo. Nunca se tomarán excesivas precauciones ni se le aplicará demasiado apoyo y vigilancia para defenderla contra su propia fogosidad. Si deseáis que conserve la inocencia, no escatiméis avisos, reproches ni principio alguno de autoridad de que podáis serviros.
Por muy buenas prendas y óptimas disposiciones de que estén dotados vuestros alumnos, vigiladlos día y noche, no les dejéis hacer lo que quieran; de lo contrario, no esperéis conservarlos puros.
En efecto, el vino más generoso, si no se le adereza, se avinagra; los frutos más exquisitos degeneran en cuanto se deja de cultivar y escamondar el árbol; el rebaño de pelo más lucido empieza a adelgazar en cuanto le falta la solícita vigilancia del pastor. Sin cuidados asiduos no esperéis conservar el corazón del niño en la inocencia, virtud tan preciosa y delicada, tan importante para su dicha no sólo eterna, sino aun temporal; tan necesaria para su progreso en la piedad, en los estudios, e incluso para su salud y su vida.

Sin vigilancia asidua, el niño ha de adquirir, sin que lo advirtáis, la ciencia del mal; ciencia que, cual hálito pestilente emanado del infierno, abrasa y devora la flor de la pureza en el momento mismo en que se abre el capullo; ciencia que corrompe y degrada el carácter mejor dotado; ciencia que hace contraer hábitos deplorables, que tal vez el niño nunca sea capaz de corregir; ciencia que, ya desde la flor de la edad, prepara todos los excesos del libertinaje y el desenfreno, para acabar en vejez roída de achaques y muerte bochornosa. Ahora bien, ¿qué se precisa para arruinar esa hermosa inocencia y acarrear tantas desdichas? Tan sólo un instante de descuido. Basta una chispa para causar tal incendio, y el corazón del hombre prende como la pólvora. Una mirada bastó para hacer de David un adúltero y un asesino. Una conversación, un paso imprudente, una intimidad sospechosa, una salida del aula, un momento de ausencia de un recreo durante el cual los niños han quedado solos, abandonados a su albedrío: tales son, demasiado a menudo, las primeras y únicas causas de la ruina de muchos jóvenes.


//. A qué ha de aplicarse particularmente la vigilancia.

El fin principal de la vigilancia es apartar del niño todo lo que pueda entorpecer su educación; prevenir las faltas alejando las ocasiones en que pudiera verse arrastrado a cometerlas, impedir que prenda en él el fuego de las pasiones quitándole cuanto pudiera darles pábulo, cerrar la entrada en su mente a los pensamientos peligrosos alejando de él cuanto pudiera sugerírselos.

Pero particularmente se han de vigilar: 

1. Las amistades.

«Las amistades aviesas son el origen más natural y la causa más corriente de la corrupción», afirma el cardenal de la Lucerna.
La intimidad excesiva de dos muchachos, especialmente si hay entre ellos cierta diferencia de edad y ninguno de los dos es muy virtuoso; el empeño en andar uno tras otro y colocarse juntos en clase o fuera de ella, en lugares alejados de la inspección del maestro; sus gestos y ademanes en la conversación, una sonrisa, un guiño, una inmodestia apenas perceptible, son otros tantos indicios de que pudiera haber entre ellos algo turbio. En semejantes casos, sin manifestarles lo que se sospecha, se les aconsejará que prescindan de esas familiaridades y observen más recato. Por la actitud con que reciban la advertencia y la pongan en práctica, se podrá ver lo que llevan dentro. Hay que seguir vigilándolos sin perderlos de vista un instante.

Para impedir que se traben esas amistades, o para acabar con ellas, procuren los hermanos hacer cambiar de puesto con frecuencia a los alumnos y mantener dispersos en las aulas, dormitorio, capilla o iglesia a los muchachos de la misma región, barrio o calle, y a los propensos a esa clase de intimidad. Cuiden también de que en recreos y salidas no se junten demasiado dichos colegiales; echen mano, para ello, de cautelas o razones plausibles para mantenerlos separados y lograr que anden y jueguen con otros.

2. Los modales.

Los modales manifiestan de ordinario lo que son las personas. Un muchacho sorprendido a menudo en postura sospechosa, particularmente si por ello se sonroja y adopta en el acto una actitud correcta, ha de ser reprendido y hay que seguirle muy de cerca. Póngase mucho empeño en que los niños adquieran el hábito de la actitud correcta y de los modales urbanos y decentes. Se les han de explicar las normas del recato y acostumbrarles a ponerlas en práctica.

En clase habrán de mantener el cuerpo recto, no doblado, con las manos encima de la mesa y los pies casi juntos. En los recreos y salidas hay que exigirles que vistan siempre con decencia, que no lleven las manos metidas en los bolsillos del pantalón y que sus prendas de vestir estén convenientemente abotonadas. Cualquier actitud que se aparte de estas normas y otras que se hayan dado y han de recordarse con frecuencia, cualquier gesto o indicio de pasión ha de ser reprimido e incluso castigado.

3. Los alumnos aviesos.

Las enfermedades contagiosas se propagan por la comunicación. Un solo muchacho vicioso, cual fermento putrefacto, puede corromper una clase, todo un centro escolar: es epidemia que cunde rápidamente y lleva la infección y la muerte a cuantos se le acercan. ¡Ay!, ¡a cuántos niños de buena índole, dotados de inclinación a la virtud, pertrechados con principios religiosos adquiridos en la familia o en la escuela, se les ha visto perder todo eso por haberse arrimado a un compañero vicioso y corruptor!.. Por tal razón, es norma de inspección importantísima, no tolerar de ningún modo y nunca, en un centro de educación, a un alumno que pueda pervertir a los demás. En esos casos siempre se ha de expulsar al alumno peligroso e incorregible.

Para convencerse de ello, basta cambiar el punto de aplicación y preguntar si se dejaría entre los demás niños a uno atacado por cualquier enfermedad contagiosa. ¿Es tal vez menos peligroso el contagio de los vicios y tiene consecuencias menos graves? ¿Puede un educador religioso acallar la conciencia alejando el pensamiento, tan espantoso como exacto, de que Dios le pedirá un día cuenta de todas las almas que se hayan perdido en su escuela porque, dejándose llevar de miras interesadas, de excesiva complacencia o flojedad, no arrojó de ella a los corruptores?

«No toleréis dice mosén de la Salle a los libertinos entre vuestros colegiales; es menester que la virtud y las buenas costumbres sean el patrimonio de todos vuestros alumnos, si deseáis que os bendiga Dios nuestro Señor y os otorgue la prosperidad de la escuela».

4. Las palabras, las preferencias, las inclinaciones.

Jesús en persona nos avisa: De la abundancia del corazón habla la boca (Mt 12, 34). Un alumno de corazón corrompido no dejará de revelar algo en sus palabras, y el maestro vigilante, que todo lo oye y pesa, que se da cuenta de todo, verá pronto quiénes necesitan vigilancia especial a ese respecto. Se ha de castigar severamente cualquier palabra equívoca, indecente o demasiado libre.
El niño propenso a la molicie, a lecturas frívolas o peligrosas, a la gula, a prontos de arrebato y cólera, ha de ser objeto de estrecha vigilancia: semejantes tendencias anuncian costumbres más que sospechosas. Dígase igual de los que andan en busca de perifollos y no cesan de contemplarse en el espejo, ostentando una cabellera relamida. Cuenta monseñor Dupanloup que un hombre de mucha experiencia le decía: «Un colegial que empieza a peinarse con afectación y cuida la corbata, se está volviendo, con toda seguridad, mal estudiante, y en la mayoría de los casos, su honestidad empieza a decaer».

Los niños disimulados, taciturnos, a los que no les gusta jugar, que se retraen y andan de acá para allá cuchicheando, huyendo siempre de la presencia del maestro, son por lo general muchachos corrompidos; si no se toman precauciones, pronto llegan a ser la peste de un centro de educación. Esa clase de alumnos ha de ser objeto de singular vigilancia; sin ésta, sus bajos instintos se desarrollarán velozmente y sus vicios se propagarán como un incendio.

5. Todo lo que pueda representar un peligro para la virtud de los alumnos.

La inocencia es flor que sólo vive de precauciones. Para conservarla en los niños, es menester que vuestra asidua vigilancia levante a su alrededor una especie de muralla que impida llegue hasta ellos nada que pueda mancillar su pureza, que los aleje de cuantas ocasiones puedan serles nocivas. El remedio más eficaz, el único seguro contra las tentaciones debéis de saberlo por experiencia personal es alejarse de ellas. De nada servirá a los alumnos aconsejarles que sean buenos y huyan del pecado, si les facilitáis las ocasiones de verlo y cometerlo. Para mantener a régimen al convaleciente hambriento, no se le arrima a una mesa opíparamente servida; ni se derriba la tapia de un huerto para poner un simple aviso: «No robar». Debéis, por consiguiente:

• Alejar de la mente de los niños cualquier idea impúdica, todo lo que pueda sugerirles el pecado o causarles una impresión perturbadora.

• Velar sobre ellos tan solícitamente, que sin cesar estéis al tanto de lo que hacen, dicen, quieren y desean.

• Registrar de vez en cuando los anaqueles, pupitres, baúles y demás muebles o lugares donde guardan los enseres, para ver si no hay en ellos libros perniciosos, canciones, grabados u otros objetos nocivos para las buenas costumbres. El muchacho sorprendido en la ocultación de tales objetos, ha de ser castigado e incluso despedido, si reincide y anda 
prestándolos y propagándolos entre los compañeros.

• Evitar, cuando se les lleva de paseo, el tránsito por lugares en que estén expuestos a ver escenas y oír palabras que puedan escandalizarlos o sugerirles la idea del mal.

6. El propio educador ha de velar sobre sí mismo, para guardar:

• Singular reserva en las palabras, con el fin de evitar cualquier dicho no sólo inmoral, sino aun atrevido o imprudente.

• Gran recato en todas las acciones, gestos y modales, de manera que nada pueda lastimar la más estricta modestia.

• Continua atención para portarse de modo que todo en él edifique sirva de ejemplo de virtud para los niños.

• Puntualidad para entrar en clase a la hora exacta y estar siempre con los alumnos en el recreo y doquiera se necesite vigilancia.

No se puede negar que una vigilancia tan minuciosa y continua es penosa; pero es absolutamente indispensable; si no se mantienen bien cerrados, con atenta solicitud, todos los portillos por donde pueda penetrar el contagio del vicio, la serpiente se colará por un resquicio insospechado. ¡Cuántos niños, ¡ay!, se han echado a perder por descuido en la vigilancia!
Ésta no concierne sólo al encargado de ese oficio. Es labor de todos los hermanos; nadie puede, en conciencia, desentenderse por completo de tal cometido, fiado del vigilante principal; todos han de ayudarse mutuamente, todos han de hacerse cargo de la conducta de todos los alumnos, sea cual fuere el curso al que pertenezcan. Cualquier hermano que permite se cometa el mal, por descuido en la vigilancia y por no reprender a los que sorprende en falta, se hace reo de ese mal; en el día del juicio responderá ante Dios de los pecados que dejó se cometieran y de las faltas toleradas, aunque los niños no fueran de su clase.

Nada, pues, podrá dispensar a un hermano de la vigilancia de los niños: si la descuida, ha de declarar en la confesión esa falta, que puede a veces ser grave.


///. Normas para una vigilancia eficaz.

1. La vigilancia es una de las dotes fundamentales del educador de la juventud. Ha de extenderse a toda la clase, a cuanto en ella ocurra y a cada alumno en particular.

2. La atención del hermano jamás debe dejarse absorber exclusivamente por un objeto, o por el ejercicio que se esté realizando. Así pues, al explicar una lección o corregir una tarea, o en cualquier otro caso, ha de prestar atención general a toda la clase, para dirigir y regular cuanto en ella se hace, para guardar el orden y la disciplina, manteniendo a cada uno en la debida ocupación. Quien no sea capaz de ejercer simultáneamente esa doble atención, la general sobre el conjunto de la clase y la particular aplicada a cada ejercicio que en ella se está realizando, y se deje absorber por un objeto único, no es apto para la enseñanza: es de temer que en su aula se cometan muchos actos reprensibles de los que nunca va a enterarse.

3. Durante la clase, el hermano permanecerá todo el tiempo en la cátedra, salvo durante la lección de caligrafía y pocos casos más. Es la única manera de dominar siempre a los niños con la vista y darse cuenta de lo que hacen. Pasear de arriba abajo por el aula es una imprudencia que acarrea graves inconvenientes: sabido es que los muchachos aprovechan el momento en que el maestro no les ve porque les ha dado la espalda, para disiparse, hablar, hacerse guiños y otros gestos, desordenarse y malearse mutuamente.

4. No saldrá del aula sin grave necesidad y, en este caso, nombrará siempre a un sustituto capaz de mantener el orden, procurando estar de vuelta cuanto antes. Quien, por menos de nada, sale del aula para tratar con los padres de los alumnos o por cualquier otra razón, puede estar seguro de que abandona a los niños y abre la puerta para que entre el demonio y les lleve el contagio de los vicios.

5. Nunca ha de olvidar que en clase está exclusivamente para provecho de los niños y que ha de consagrar todo ese tiempo a su instrucción y educación. Por consiguiente, jamás debe ocuparse de sí mismo ni entregarse a labor alguna que pueda desviarle la atención debida a los alumnos o impedirle ver por sus propios ojos lo que ocurre en la clase.

6. No pierda de vista a los niños puestos en corro para dar las lecciones de memoria, o frente al encerado para la aritmética, o también delante de los mapas; oblíguelos a permanecer con los brazos cruzados o a sostener el libro con ambas manos y no salirse de su sitio. Ponerse en medio de un corro para tomar las lecciones o entregarse tan de lleno a una demostración aritmética, que se pierda de vista al conjunto de los alumnos, es ser imprudente y dar lugar al enemigo de la salvación para que tienda lazos a la inocencia.

7. Redoble la atención sobre toda la clase y cada niño en particular durante las distintas evoluciones y cambios de ejercicios. Para no distraerse en esos momentos, procure no hablar con nadie ni ocuparse de nada extraño al ejercicio que se va a realizar.

8. Exija que los niños permanezcan sentados en su puesto y no les deje salir de él sin permiso.

9. Manténgalos ocupados constantemente: es la única manera de conseguir silencio, orden y disciplina, y de preservarlos del mal.

10. Ponga el mayor empeño en que los alumnos regresen a casa ordenadamente, de dos en dos, y que no se detengan en las calles. Es un punto de suma importancia: de sobra se sabe que al ir a la escuela o al regresar a casa es cuando los muchachos se pervierten y se contagian unos a otros.

11. Cada grupo formado tenga un monitor que apunte qué alumnos se han apartado del deber, y el hermano pídale diariamente cuenta de la conducta de cada uno. «Los religiosos y clérigos prescriben las actas de los concilios de Tours y de Toledo encargados de la educación de los niños, cuidarán de que estén en el mismo albergue y duerman en locales comunes, sin que el rector o el maestro les deje solos ni un instante».

12. Conforme a esas sabias prescripciones conciliares, no se dejará nunca solos a los niños internos: de día, de noche, en clase, en el recreo, en el comedor, en el dormitorio o la ropería, en cualquier parte ha de haber por lo menos un hermano que les acompañe, vigile y dirija.

13. Durante los recreos, el hermano vigilante estará siempre con los niños; pero no se pondrá a jugar con ellos ni a conversar con un grupo aparte o con los demás hermanos: ha de ocuparse exclusivamente de la vigilancia. Ponga empeño en no distraerse ni entregarse a trabajo alguno que pueda desviarle la atención que reclama el comportamiento de los muchachos.

14. Aguce el ingenio para colocarse de modo que domine con la vista a todos los niños: observarlos, escuchar lo que dicen, ver lo que hacen, mantenerlos juntos, lograr que jueguen, impedir que se manchen o rasguen los vestidos, que riñan o se causen molestias de cualquier género, ésa ha de ser la ocupación del vigilante durante los recreos.

15. En los tránsitos y corredores, al ir a clase o al dormitorio, en las calles al ir a misa o cuando van de paseo, nunca dejará a los niños detrás de sí; oblíguelos, por el contrario, a ir delante. No se ponga exactamente detrás de ellos, sino un poco de lado, para dominar toda la formación y darse más fácilmente cuenta de quiénes perturban el orden, interrumpen las filas o se apartan de ellas.

16. Bueno será proporcionar a los niños varias clases de juegos para satisfacer diversos gustos, pero no se tolere juego lucrativo alguno, ni diversión que pueda encerrar peligro para las buenas costumbres o que exija ejercicios tan violentos que comprometan la salud de los muchachos.

17. Jugar es la ocupación más útil de los niños durante los recreos; hay que lograr, pues, que todos jueguen; para ello, déseles plena libertad de elegir los juegos que prefieran de entre los permitidos. No se tolere, durante los recreos, la formación de grupos que pasen el tiempo charlando, discutiendo, o menos aún, que dos o tres anden buscando el conversar aparte.

18. Obsérvese la norma de que los mayores jueguen con los mayores y los pequeños con los pequeños. Al ir a la iglesia o salir al campo, vayan siempre juntos los mayores, y los pequeños también.

19. A ningún niño se permita apartarse, sin licencia, de donde están los otros ni ir a las dependencias: dormitorio, ropería, etc. Si se autoriza a uno para ir a esos lugares, procúrese que no esté allí solo con otro.

20. Para los paseos, es necesario:
• Determinar de antemano la meta, el tiempo, el orden y la conducta que los alumnos han de observar.

• Exigir, al ir y al volver, que los niños guarden la formación, que no griten, que ninguno se adelante a los demás o se rezague.

• Fijar bien, cuando se ha llegado al punto de parada y juego, los límites del terreno que a nadie será lícito traspasar.

• Extremar la vigilancia para que ningún muchacho se aparte del grupo, se esconda tras de los setos o se adentre en los bosques o los trigales.

• Impedir que los niños tiren piedras, o bolas de nieve en invierno, corten ramas, roben fruta, pisen los sembrados; en una palabra, que causen perjuicio a nadie.

21. Generalmente durante los paseos, si no hay vigilancia asidua, es cuando más se amistan los muchachos, se hacen más confidencias, se comunican el mal espíritu, los defectos, y se enseñan el mal unos a otros. Por eso hay que reforzar entonces la vigilancia. Si hay varios inspectores, no deben estar juntos, sino ponerse en distintos lugares, para tener más al alcance de la vista a los niños y poder oír lo que dicen.

22. A no ser que les acompañen parientes próximos, los niños no saldrán a la población. No es prudente dejarlos salir con primos o primas, ni menos con paisanos o compinches que vinieren a verlos.

23. Haya siempre un hermano en el dormitorio cuando se acuestan o levantan los alumnos. Procure que todos observen las reglas de la decencia y recato al vestirse, desvestirse o mudar la ropa interior.

24. No se vistan nunca los niños encima de la cama, sino al pie de la misma, del lado derecho y de cara a la pared.

25. Un hermano vigilará los retretes cuando vayan a ellos los muchachos antes de acostarse o al levantarse, así como en cualquier momento del día en que muchos alumnos concurran a dichos lugares.

26. Conviene que tenga cada clase un excusado; las de párvulos que sean numerosas debieran incluso tener dos. Cuídese de que nunca se hallen dos niños en la misma garita, que guarden silencio en esos lugares comunes, que no se demoren en ellos y que las salidas durante las horas de clase estén bien controladas.

27. No se tolere familiaridad alguna entre mayores y pequeños. Ciertos modos de jugar, como agarrarse y echarse unos encima de otros, etc., tampoco han de permitirse, porque degeneran fácilmente en actos peligrosos.

28. No se confíe un párvulo, necesitado de alguna ayuda especial, a uno de los mayores, porque son éstos precisamente los que malician a los otros.
Concluyamos. Con todo y tener que sujetar a los niños dentro del deber, un hermano que posea el verdadero espíritu de su profesión, sabrá compadecerse de su debilidad: con tal fin, les hablará siempre bondadosamente, les reprenderá con indulgencia y les dejará prudente libertad, para conocerlos mejor.

Por otra parte, si la vigilancia debe ser solícita y continua, no ha de mostrarse inquieta, desconfiada, perpleja ni acompañada de conjeturas sin fundamento, en cuyo caso podría llegar a ser injusta, contraria a la caridad e irritante para los niños, que lo notarían fácilmente.

La inspección ha de ser sosegada, serena, sin coacción ni remilgos; llévese a cabo con sencillez y naturalidad, de modo que los alumnos no vean que se les cela estrechamente, y se convenzan de que se está con ellos más bien para prestarles servicios que para vigilarlos.

Llevada así, la vigilancia ganará mucho y se acercará a la perfección. Por lo demás, nada se ha de omitir para alcanzar tal meta. No se extremen, pues, las precauciones, no sea que, al pretender la preservación de las buenas costumbres, los niños caigan en la disimulación e hipocresía, por creer que se desconfía de ellos.


 




Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat para apreciar la disciplina, su dignidad e importancia y del cómo adquirir la autoridad con los alumnos.

CAPÍTULO XXXIX 

INSTRUCCIÓN SOBRE LA DISCIPLINA

Un jueves salimos de excursión por los montes del Pilat. Tras haber habla. do de muy distintos temas, los hermanos más formales se pusieron a discutir sobre los medios de atraer a los niños a la escuela y aficionarlos al estudio.

Lo que mejor resultado me da afirmó uno son las recompensas. Con un punto bueno, una estampa, una remisión, consigo lo que quiero de los niños y me comprometería a llevarlos al cabo del mundo.
Pues a mí continuó otro la emulación me parece el medio más adecuado: en cuanto se logra establecerla, ya no les cuesta nada el trabajo a los niños, el estudio les resulta ameno y se entregan gustosos a él.

Yo opino añadió el tercero que las dotes del profesor y su abnegación valen más que todo eso.
Pues yo creo hubo quien replicó que para atraer a los niños a la escuela, no hay nada tan bueno como las hermosas muestras de caligrafía y los diseños lindamente perfilados.

Entonces, el venerado padre, que había estado escuchando la discusión, nos dijo:
Todos esos recursos son buenos, pero no bastan, ni aun empleándolos todos a la vez, si no están sostenidos y reforzados por una disciplina a la vez recia y paternal.

Algunos de vosotros no tenéis el debido aprecio de la disciplina, ni comprendéis bien su dignidad e importancia. Es más, hay quien se imagina que aleja de la escuela a los niños, cuando es lo contrario: la experiencia está demostrando cada día que un centro escolar en el que reina un orden perfecto, gusta a los niños y se gana el aprecio de los padres. Es natural: el orden agrada a todo el mundo, y a nadie agrada el desorden. Los niños están contentos y se hallan a gusto en una escuela donde hay disciplina, mientras sufren y aborrecen el estudio en una clase desordenada. En las aulas, la carencia de disciplina es igual que la pasión dominante en las personas: origen de todos los males, causa directa o indirecta de todas las faltas que se cometen. La falta de disciplina compromete o, más bien, desbarata todos los demás medios de conquistar a los niños para Dios y atraerlos a la escuela.

La disciplina, en mi opinión, es tan necesaria que, sin ella, no hay instrucción ni educación posibles. Por eso Platón, aun siendo pagano, llegó a decir que toda la fuerza y el éxito de la educación estriban en una disciplina bien ordenada.

Expongamos ahora brevemente los felices resultados de la disciplina:

1. Es gloria y prez de un centro de educación y le atrae alumnos. La gente se deja cautivar fácilmente por las cosas exteriores, y juzga de la educación de una escuela por la disciplina que en ella observa. Una disciplina vigorosa llama la atención y gusta a todo el mundo, gana la estima y confianza del público, y basta a menudo ella sola para dar fama a la escuela y atraerle alumnos.

2. Es prenda de instrucción sólida y adelanto, pues guarda las buenas costumbres de los niños y mantiene el orden y silencio en el aula; es acicate de la pereza por medio de la emulación que establece y el cuidado que pone en no permitir a ningún alumno el eludir los deberes comunes, y en asegurar el buen empleo del tiempo. La clase disciplinada y fiel al horario establecido es siempre una clase diligente, un plantel de alumnos ejemplares

3. Fomenta la piedad de los alumnos. Con tal fin vela por el cumplimiento de los deberes religiosos, exige que los niños estén con reverencia y recato durante la oración, que contesten clara y devotamente; destierra cualquier palabra o acto que pueda ofender a la fe, debilitar el respeto debido a la religión y la fidelidad a las prácticas de devoción cristiana.

4. Conserva la honestidad de los alumnos y, por ende, su salud corporal; al ejercer sobre ellos vigilancia continua y no dejarlos nunca solos, los preserva de las malas compañías, de la pereza, y los mantiene siempre ocupados.

5. Inspira a los niños buen espíritu, porque les hace reverenciar a los educadores, luchar contra los defectos y pasiones, y les infunde docilidad, confianza, amor recíproco y todas las virtudes que acompañan al espíritu de familia.

6. Previene las faltas de los alumnos y ahorra castigos. Cuanta más disciplina hay en un aula, menos penitencias hay que imponer a los niños. Los maestros más flojos de carácter y los que no quieren molestarse en mantener el orden mediante la vigilancia, la asiduidad y exacto cumplimiento de las normas reglamentarias, son los que maltratan a los niños.

7. Da temple a la voluntad del niño, y fuerza para resistir al mal y luchar contra las inclinaciones torcidas; le dispone para la práctica de la virtud, logra que adquiera el hábito de cumplir con el deber y le infunde docilidad a las inspiraciones de la gracia. ¿Cuál es la causa de que, hoy día, la mayor parte de los hombres sean volubles, sensuales, no sepan negarse nada ni puedan tolerar nada que contraríe a la naturaleza? Es que les han educado sin disciplina, no les han enseñado a obedecer, a gobernarse, a imponerse algo de violencia y combatir las malas inclinaciones. Mantener al niño bajo una disciplina a la vez vigorosa y paternal, acostumbrarle a obedecer, es prestarle el mejor servicio.

8. Protege la salud del maestro. En un aula disciplinada, los alumnos escuchan con atención y el maestro ahorra el tener que repetir muchas veces las mismas explicaciones y esforzar la voz, saliendo así muy favorecidos los pulmones. En una clase debidamente disciplinada, el orden, la calma, la paz y el buen espíritu que allí reinan, aseguran al maestro una serenidad ideal, preservándole de enfados y distintas penas morales que le agotan las fuerzas y la salud. En una palabra, en la clase disciplinada, los enojos son cien veces menores, y los consuelos cien veces mayores que en la clase desordenada. No es difícil, pues, comprender que la disciplina ahorra fuerzas al maestro y le protege la salud.
Vengamos ahora a los medios para alcanzar esa disciplina vigorosa y paternal que da resultados tan felices.

La disciplina paternal y religiosa sin la cual no pueden darse la educación de la voluntad ni el desarrollo de las facultades del niño es fruto de la autoridad moral.

Hay dos clases de autoridad: la autoridad de derecho y la moral.

La primera es la que el cargo confiere. No se precisa más para obtener disciplina y formar cuadros militares, pero es incapaz de formar cristianos. Son tres las atribuciones de esta autoridad: dar órdenes, castigar y premiar. Ahora bien, en una escuela no se trata de dominar a los niños por la fuerza, sino de formarlos en la virtud y someterlos al deber mediante el sentimiento religioso y el freno de la conciencia. Aquí, la autoridad de derecho con sus tres atribuciones de mandato, castigo y premio, no es más que un medio muy secundario de conseguir disciplina. Y si se hace uso indebido de dicha autoridad, es decir, si uno se sirve de ella sin reflexión, de modo imprudente y con rigor excesivo, irrita a los alumnos, les infunde mal espíritu e introduce en el aula malestar y desorden.

La autoridad moral, la que de veras educa al niño, es la influencia que el maestro ejerce sobre los alumnos por su virtud, capacitación, conducta ejemplar y gobierno prudente. Esta autoridad se atrae el respeto, estima, confianza, amor, agradecimiento, sumisión, temor de disgustar y deseo de complacer al maestro.

¿Cómo se adquiere?

1. Con virtud y conducta ejemplar.

2. Con la aptitud profesional y la entrega a la instrucción de los niños. Ciro el Joven preguntó a su abuelo Artajerjes, de qué medios podría valerse para someter a los pueblos y ganarse su estima y cariño. «Demuéstrales siempre le contestó que eres el hombre más virtuoso e idóneo: entonces los pueblos se te han de someter sin dificultad».

3. Actuando con la razón, el buen criterio y el sentido práctico. Virtud, razón e idoneidad empuñan el cetro del mundo y señorean en todas partes; nadie se niega a someterse a su imperio; por eso dijo un autor antiguo: «Siempre es el hombre más virtuoso y razonable el que gobierna; impone la ley sin pretenderlo; todos aceptan su opinión y se rinden a su autoridad sin darse cuenta».

4. Mediante la seriedad, la modestia, la moderación y el recato en las relaciones con los alumnos, y el empeño en respetarlos y hacerse respetar de ellos.

5. Velando por que no asomen los propios defectos, faltas, imperfecciones e incapacidad.

6. Con el uso muy moderado de castigos y premios, y el esmero en evitar cualquier acto de rudeza o de severidad excesiva.

7. Con un modo de obrar tan prudente y atinado, que jamás dé pie a los niños para criticar con razón al maestro.

Así es como se adquiere autoridad moral. Solamente ella educa, sólo ella puede lograr que los niños lleguen a ser caballeros cristianos.

No hay suficiente autoridad moral cuando el maestro no consigue el respeto, la docilidad y el cariño de los alumnos. Es indudablemente floja, cuando los alumnos no tienen la convicción de que el maestro es hombre virtuoso, idóneo y razonable, y de que les quiere con amor de padre.

Otra señal de autoridad muy floja es la falta de respeto para con los monitores o sustitutos ocasionales del maestro, la carencia de disciplina cuando falta el maestro. Si veis que, en cuanto éste se ausenta, se altera el orden, es que no tiene autoridad moral sobre los alumnos y los domina únicamente por la fuerza material. En un aula semejante no hay educación posible. El maestro desempeña en ella el papel de un guardia civil.

 



Consejos, lecciones, máximas y enseñanzas de San Marcelino Champagnat donde da algunas consignas de cómo un educador debe tratar a un alumno.

CAPÍTULO XXXVIII 

RESPETO SANTO QUE SE DEBE AL NIÑO

I. Qué es el niño, objeto de tal reverencia
Es la más noble y perfecta de todas las criaturas visibles; «el más asombroso milagro de Dios», en expresión de san Agustín; «una maravilla», exclama el Sabio.

Es la obra maestra de las manos divinas. Su dignidad y nobleza son tales, que Dios mandó a sus ángeles que cuidaran de él, le sirvieran y guardaran en todos sus pasos. El niño es no sólo obra de las manos de Dios, es imagen y gloria de Dios (1 Co 11, 7); en él está impresa la luz del rostro de Dios (Sal 4, 7). «Tiene vigor de auténtico fuego, porque su origen es del todo celeste».

Es el lugarteniente de Dios en la tierra, con dominio sobre todas las criaturas visibles: todo ha sido puesto a sus pies, todo se ha hecho para su servicio. «Es el rey del universo, al que Dios ha coronado de gloria y honor en lo que se refiere al alma y al cuerpo dice Bossuet dotándole de justicia y rectitud original y otorgándole la inmortalidad y el imperio del mundo». Para él creó Dios ese mundo, lo conserva y pone en acción a todas las criaturas. Para su salud, satisfacción y servicio, los cielos despliegan su esplendor y giran majestuosamente en el firmamento, el sol llena de resplandor el orbe, los astros no cesan de enviar a la tierra influencias suaves y benignas, los vientos soplan, la humedad se condensa en nubes, la lluvia cae, corren los ríos, la tierra produce toda clase de plantas, los animales viven y se reproducen; en suma, la naturaleza entera trabaja para él.

2. El niño está hecho a imagen y semejanza de Dios. Como Dios, es trinidad: es un ser vivo, dotado de inteligencia, razón y amor; esas cualidades constituyen el fondo de su naturaleza. A semejanza del Padre, tiene el ser; a semejanza del Hijo, tiene la inteligencia; a semejanza del Espíritu Santo, tiene el amor; a semejanza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en el ser, en la inteligencia y en el amor, tiene una sola felicidad y vida. Nada se le puede quitar, sin quitárselo todo.

Creado a imagen de Dios, posee, para conocer, una inteligencia de capacidad casi infinita. Cuanto más aprende, más capaz es de aprender: puede abarcar con su inteligencia un mundo entero e imaginar una infinidad de otros mundos. Conoce las cosas materiales y las del espíritu; las cosas creadas y la esencia de Dios; todo lo penetra; discurre acerca de todo y, por inducción, infiere las cosas más secretas. Su memoria es una enciclopedia de un sinfín de conceptos, «cual sala inmensa en la que se contienen cielo, tierra, mar y cuanto se conoce», dice san Agustín. Su voluntad puede adherirse a toda clase de bienes, incluso al bien infinito; dicha voluntad es tan noble y magnánima, que ningún bien puede saciarla, a no ser el mismo Dios. Su libertad es tan absoluta y fuerte, que ni todas las criaturas del mundo la pueden forzar; ni siquiera todos los ángeles juntos serían capaces de obligarla a abrazar lo que no quiere: sólo Dios tiene dominio sobre ella.
Digámoslo una vez más: esa criatura sublime que es el niño, lleva en el fondo de su naturaleza, en la elevación, poder y armonía de sus facultades y en todo su ser, la impronta e imagen de Dios.

3. El niño es hijo de Dios (Rm 8, 16), hijo del Altísimo (Sal 81, 6). Sí, por enclenque, débil y ruin que os parezca, ese niño no sólo lleva el nombre de hijo de Dios, sino que lo es, y lo es ahora mismo bajo esos harapos que le cubren. Sí, Dios es su padre y modelo y, como él mismo, lo quiere grande, santo y perfecto.

4. El niño es la conquista y precio de la sangre del divino Salvador; es miembro y hermano de Jesucristo, templo del Espíritu Santo y objeto de las complacencias del Padre. Es el retrato de Jesús niño, el recuerdo de su infancia, debilidad, pequeñez y obediencia. Es la criatura agraciada a la que Jesús llama diciendo: Dejad que los niños se acerquen a mí (Mt 19, 14; Mc 10, 4; Lc 18,16), y en la que halla sus delicias: Son todas mis delicias el estar con los hijos de los hombres (Pr 8, 31). El niño es el amigo, el predilecto de Jesús. «Así como los reyes de la tierra dice san Agustín tienen sus favoritos, también Jesús tiene los suyos: son los niños, a los que acaricia, ama y bendice, interesándose por su educación, porque siente para con ellos una inclinación y un amor singularísimos.

5. El niño es la esperanza del cielo, el amigo y hermano de los ángeles y de los santos. Es el heredero del reino celestial y de las palmas eternas. Ese niño humilde ha nacido para ser rey, rey temporal y rey eterno. Sí, un doble reinado es su destino: si lleva dignamente su corona en la tierra, se le abrirá un día el reino de los cielos.

6. «El niño es lo más amable y encantador que hay en la tierra, la flor y el adorno del género humano», dice san Macario. Es la primera edad de la vida, encanto de los ojos, de trato amable y extraordinariamente dócil para dejarse formar en la observancia de los deberes más sagrados. De corazón puro y sencillo, acepta confiadamente la religión, porque no tiene oscuros intereses que defender contra ella, y se deja atraer gustosamente por su voz maternal.

El niño es un alma inocente, cuyo apacible sueño aún no han turbado las pasiones y cuya rectitud aún no han alterado la mentira ni los engaños del mundo. Es un indecible secreto de beatitud que revela un origen enteramente celestial: tiene nobleza y dignidad propias, que no se hallan en los hombres corrientes.

El niño es sencillez, candor e inocencia, alegría del presente y esperanza del porvenir.

7. El niño es tu hermano y semejante, hueso de tus huesos (cf. Gn 2, 23), es otro tú. Tiene el mismo Padre celestial que tú, idéntico fin y destino, tiene la misma esperanza; se le destina a gozar de la misma felicidad. Es tu compañero de viaje en este destierro temporal; será coheredero tuyo y tu socio en la patria, ¡en el cielo!

8. El niño es el campo que Dios te ha encargado que cultives: brote tierno, planta débil; pero será un día árbol frondoso cargado de los frutos de todas las virtudes, que proyectará a lo lejos sombra gloriosa y benéfica. El niño es un hilillo de agua, fuente que empieza a manar; pero llegará un día a ser río caudaloso si tú, a imitación del hábil fontanero del que hablan los libros sagrados, procuras encauzar sus aguas dóciles y nunca toleras que vengan a enturbiar su curso otras corrientes extrañas, impuras y amargas.

El niño es el objeto de tus afanes, fatigas y ejercicios de virtud. Será tu consuelo en la hora de la muerte, tu defensa ante el Juez divino, tu corona y tu gloria en el cielo.

9. El niño es una bendición del cielo, la esperanza de la tierra, de la que ya es riqueza y tesoro, y un día será fuerza y gloria; es la esperanza de la patria y de toda la humanidad, que se renuevan y rejuvenecen en él; es, sobre todo, la esperanza de la familia, pues constituye desde ahora su gozo y sus delicias, y más adelante será su honor y su gloria.

El niño, en una palabra, es el género humano, la humanidad entera, nada más y nada menos que el hombre: tiene derecho a la mayor consideración y, a su vez, la debe a los demás. Ya veis lo que es el niño al que debéis reverencia.

II. Lo que se ha de respetar en el niño.

Ante todo se ha de respetar su inocencia. Pero, ¿cuál es el respeto debido a la inocencia? «El que se tributa a los santos y a sus reliquias», asegura Massillón. «Nada hay en la tierra sigue diciendo ese obispo ilustre tan grande ni tan digno de nuestra veneración como la inocencia. Respetemos, en el niño, su hermosa inocencia, el excelso tesoro de la primera gracia del bautismo que él tiene todavía y que nosotros hemos perdido. Tributamos culto público a los santos que, tras haber tenido la desgracia de perderla, la recobraron con su vida penitente. ¿No debiéramos tener la misma veneración para los niños en los que aún habita ese don de justicia y santidad? Tributémosles una especie de culto, como templos santos en los que reside la gloria y majestad de Dios, no mancillados aún por el hálito de Satanás. Esos niños son depósitos sagrados por cuya guarda se ha de velar; merecen tanta estima como las reliquias de los mártires depositadas en los altares y que atraen los homenajes y veneración de los fieles. Si los mirásemos así, con los ojos de la fe, no creeríamos rebajarnos al dedicar a esos niños la solicitud y cuidados que reclaman su edad y sus necesidades, y jamás faltaríamos al respeto que se les debe»..

San Juan Crisóstomo exclama: «¡Oh educador de la juventud!, ¿estás al tanto del miramiento y reverencia que debes al niño? Consulta la fe: 

ella te dirá lo que es y lo que le debes. En su frente leerás el sello de la divina adopción, y tú has de impedir que el pecado lo rompa. En la cabeza y el pecho lleva la impronta y carácter de hijo de Dios: si se altera, responderás de ello ante Dios. Su corazón es verdadero santuario del Espíritu Santo, y tú eres el guardián del mismo. En su alma, si la examinas atentamente, descubrirás el germen y principio de todas las virtudes: te corresponde conseguir que den fruto. A ese niño lo dice Jesucristo le rodean los ángeles de Dios, encargados de protegerlo., y tú compartes ese oficio. Considera, pues, cuán digno de tu veneración es ese niño y cuán merecedor de tus desvelos».

Detallemos lo que particularmente nos pide el respeto santo que debemos al niño:

1. Mucha cautela en las palabras, acciones y modales, para no decir nada, no hacer nada que pueda escandalizar al niño o sugerirle cualquier idea del mal.

2. Extremada vigilancia para alejar de él todo lo que pueda exponerle a perder el preciado tesoro de la inocencia.

3. Mucho recato y circunspección en nuestras relaciones con él, no permitiéndonos ni tolerándole familiaridad alguna, ni libertad que desdiga de nuestra profesión y de una estricta modestia.

4. Vigilancia incesante sobre nosotros mismos, para portarnos en todo de tal forma que ofrezcamos al niño, en nuestra persona, el ejemplo de todas las virtudes y un modelo de conducta que pueda siempre admirar e imitar.

Preguntó alguien a un santo sacerdote dedicado a la enseñanza:

¿Cómo puede usted permanecer siempre sereno y conservar en todo momento una paciencia, moderación y modestia que parecen sobrehumanas?
El venerable eclesiástico respondió:

Nunca pierdo de vista el admirable consejo que nos legó la antigüedad: «El niño se merece el mayor respeto». Antes de dedicarme a la enseñanza agregó repetía con frecuencia para mis adentros: Dios me ve. Esa máxima saludable que todos los maestros de la vida espiritual señalan como excelente antídoto contra el pecado, me preservó muchas veces, cuando iba a caer en el abismo. Pero soy tan débil, que ni siquiera ese pensamiento tan elevado me hacía evitar un sinnúmero de faltas leves. Ahora, desde que me han confiado la educación de un grupo de muchachos, digo para mí: Estos niños me están viendo. Y el temor de causarles escándalo me ha hecho como impecable.

Bueno le replicó el amigo, pero esos muchachos no están continuamente con usted.

Naturalmente le respondió, pero el empeño que pongo en cuidarme cuando estoy con ellos, se me ha hecho habitual. Por otra parte, podemos decir de ellos, en cierto modo, lo que con plena realidad decimos de Dios: nos ven en medio de las tinieblas, nos oyen cuando creemos estar solos.

III. El horror del escándalo.

Acabamos de ver el respeto que se merece la inocencia del niño. Sabemos que Dios nos confía tan preciado tesoro y que nos pedirá cuenta de su preservación. ¡Qué amargo pensamiento nos viene ahora a las mientes! ¡Qué terror, si en vez de ser los custodios de la virtud de niños tan tiernos, fuéramos sus corruptores!!
¡Escandalizar a un niño! ¡Enseñarle el mal! ¡Qué horror! ¡Es un crimen que clama venganza!!
«Si la demolición de un edificio consagrado a Dios enseña san Juan Crisóstomo es sacrílega impiedad, mucho más grave es mancillar una alma inocente de la que el Espíritu Santo ha hecho su morada. Efectivamente, un alma vale infinitamente más que un templo material: por ella murió Jesucristo, no por unos edificios de piedra».

«Escandalizar a un niño sigue diciendo el santo doctor es un crimen peor que clavarle un puñal en el pecho. Quien mata a un niño en la cuna, le arrebata la vida del cuerpo, que necesariamente habría de perder un día; pero tú le arrebatas la vida de la gracia, vida inmortal por su naturaleza. Tras la muerte que el homicida causa al niño, éste pasa a gozar de una vida eternamente feliz; pero tú entregas el cuerpo y alma del niño a tormentos sin fin, al fuego inextinguible. Ya lo veo, te hace palidecer el homicidio; teme, pues, el homicidio espiritual, ya que ciertamente este último crimen es tanto más execrable que el otro, cuanto más excelente es el alma que el cuerpo».

¡Ay de quien escandalice a uno de estos pequeñuelos! (Mt 18, 6). Fijaos que no dice Jesucristo: Si alguno escandaliza a un grande de la tierra. ¿Por qué? «Para darnos a entender comenta san Juan Crisóstomo que el alma del niño le merece mucha más estima por razón de su inocencia; porque escandalizar a un niño es un mal mucho más grave que escandalizar a un adulto, a causa de la inexperiencia de aquél y de los funestos resultados que para él se derivan del mal ejemplo» .. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mi mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y así fuese sumergido en el profundo del mar (Mt 18, 6 ; Mc 9.42; Lc 17.2).

«Mejor fuera para él dice san Bernardo que no hubiese nacido en la comunidad a la que acaba de deshonrar y deslustrar; que no hubiese venido a la casa en la que acaba de introducir la abominación y la desolación; más le valdría que le colgasen del cuello el pesado yugo del mundo y le arrojasen al siglo».

Si alguno escandaliza a uno de los pequeñuelos que creen en mi ¿qué le ocurrirá? Oíd y temblad: Mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino y le arrojasen al mar. Fijaos vuelve a insistir san Juan Crisóstomo que ese castigo se anuncia sin esperanza de perdón». En efecto, quien es arrojado al mar, puede salvarse a nado y alcanzar el puerto; pero si está en el fondo del océano, con la enorme piedra de molino, ¿le quedará algún remedio? Ninguno. Quien escandalizare a uno de estos parvulillos que creen en mí, mejor le sería que le colgasen del cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le arrojasen al mar (Mt 18, 6).

«La piedra que mueve un asno según san Gregorio Magno es el símbolo de las penas y trabajos de la vida presente; el fondo del mar simboliza !a condenación eterna». El corruptor de la infancia será, pues, desdichado en este mundo y en el otro. ¡Sobre él recae la maldición en el tiempo, sobre él la maldición eterna!

¡Ay de quien escandalizare a un niño! (Mt 18, 7; Lc 17, 1). Ese pequeñuelo había venido a ti en busca de protector y guardián de su inocencia, ¡y tú se la has arrebatado y mancillado! Había venido a vuestra escuela como a puerto seguro, y halló en ella un escollo: ese escollo eres tú; tú, que habías de ser su ángel custodio, te has convertido en Satanás, en su demonio. Un triste naufragio le ha hecho perder lo mejor que tenía en el mundo, y ese naufragio tiene lugar en vuestra casa, ¡y tú le has arrebatado ese tesoro! ¿Qué va a hacer, el pobrecito, tras semejante pérdida, después de tal desgracia? ¿Qué va a ser en adelante? Le has enseñado el mal: lo hará. Le has iniciado en la voluptuosidad y puesto en la pendiente del vicio: por ella rodará. Va a cometer docenas, centenares, millares de pecados de pensamiento, palabra y obra. ¿Qué va a llegar a ser? El corruptor de sus compañeros y de cuantos le rodean. Pues todos esos crímenes se te habrán de atribuir, porque fuiste su causa primera, su primer origen. ¡Ay!, cuando ingresó en vuestra escuela, más le hubiera valido entrar en la guarida de un león o de un tigre: dicha fiera le habría desgarrado en seguida a dentelladas, pero no le habría arrebatado la inocencia. Devorado por ese animal carnicero, no habría perdido más que una vida frágil y perecedera; pero tú le has desbaratado el cuerpo y el alma, la gracia divina y la paz de la conciencia, la salvación, ¡el cielo! ¡Oh infame, teme no se abra la tierra bajo tus pies y te trague vivo!

Si alguno profanare el templo de Dios, perderle ha Dios a él (1 Co 3, 17), dice san Pablo. ¿Habrá templo más santo y más grato a Dios que el corazón de un niño inocente? «Según la ley del Señor dice san Juan Crisóstomo al que peca se le aplica la pena de muerte. ¿Qué habrá de hacerse con el que no sólo peca, sino que induce a otros a pecar y enseña el mal a un niño inocente, al que debe edificar y formar en la virtud, y cuya custodia se le ha encomendado? ¡Escandalizar a un niño, arrebatarle la inocencia! ¡¡Dios mío, qué crimen!!

Cierta dama de Roma había vestido a su hijo de una manera mundana, y se le impuso por ello un severo castigo, si bien no había hecho más que, aun sintiéndolo, obedecer a su marido; intentaba éste que el niño se aficionara a las vanidades del mundo, para hacerle desistir del propósito de consagrarse a Dios. La noche siguiente se apareció un ángel a aquella madre culpable y le dijo: «¿Cómo te has atrevido a obedecer a tu marido antes que a Dios? ¿Cómo has tenido la osadía de poner una mano profana en un niño consagrado al Señor? Esa mano criminal va ahora mismo a quedar seca para que, por la severidad del castigo, comprendas toda la gravedad de tu culpa. Y, si reincides en semejante falta, dentro de cinco meses presenciarás la muerte de tu marido y de tus hijos, y tú misma serás arrastrada al infierno». Todo ocurrió como le había dicho el ángel. Por la muerte súbita de aquella mujer se comprendió que había esperado excesivamente para hacer penitencia y reparación.

San Jerónimo, que narra esa historia, concluye: «Así castiga Dios a quien profana su templo». Y si Dios inflige tan terrible castigo a una madre por haber vestido al hijo con ostentación, ¿qué hará con el educador que pervierta a sus alumnos?
Se refiere también que un hombre mató a un niño, y la conciencia no le dejaba un momento de reposo al criminal. De día, de noche, a cualquier parte que fuera, le parecía oír la voz del niño asesinado, que incesantemente le repetía: «¿Por qué me mataste?» Aquel grito se le convirtió en tormento atroz, insoportable. Fue, pues, a declarar su crimen al juez y rogarle que se le condujera al cadalso.

Y el educador que haya escandalizado a un niño, ¿podrá soportar el recuerdo de su crimen? ¡No oirá continuamente, en lo más hondo del corazón, la voz del desgraciado niño, que le gritará toda la vida y toda la eternidad: «¿Por qué me mataste? ¿Por qué me arrebataste la inocencia con la que habría merecido el cielo? ¿Por qué entregaste mi alma a Satanás? ¿Por qué me has arrojado a este abismo espantoso? ¡Ay de ti! ¡Mal hayas, mal hayas toda la eternidad, por haberme corrompido!»

 





Práctica y teoría educativa de Don Bosco.



El sistema preventivo en la educación de la juventud



Separata de: El amor supera al reglamento: práctica y teoría educativa de Don Bosco.

Fuente: www.dbosco.net/bibliografia.htm 

Sin duda alguna, el autor es el mismo Don Bosco. No se conserva el autógrafo de Don Bosco; pero sí copias escritas a mano, algunas de ellas con anotaciones de don Berto y del propio Don Bosco.
La Crónica de don Barberis, del 21 de abril de 1877, dice: Este trabajo le costó varios días seguidos; lo hizo y rehizo tres veces y se lamentaba de sí mismo por no encontrar ya sus escritos a su gusto. En otro tiempo escribía al correr de la pluma y era suficiente; ahora, después de hecho, lo rehago varias veces y no me gusta todavía e incluso lo rehago la tercera vez y más.

En esa misma Crónica, al día siguiente, 22 de abril. Barberis dice que Don Bosco comentaba: Casi me lamentaba conmigo mismo al no encontrar a mi gusto estos escritos. Una y otra vez arrojaba a la papelera hojas enteras sin volver a cogerlas; efectivamente, escribía, corregía, volvía a escribir, pasaba a limpio, tomaba a hacerla todo por cuarta o quinta vez, y ni aún así me satisfacía el trabajo.

Ocasión

La ocasión fue la inauguración del Patronato de San Pedro en Niza (Francia) el 12 de marzo de 1877. El texto que recuerda dicha inauguración en su conjunto tiene tres secciones: crónica de la fiesta de la inauguración, exposición o discurso de Don Bosco y páginas sobre el sistema preventivo. Don Bosco tuvo la conferencia y habló en francés y en italiano.

El opúsculo fue pensado para los internados que se habían ido abriendo. Estos internados tenían una situación especial: un director, dependiente directamente de Don Bosco, y un grupo de colaboradores, asistentes, todos muy jóvenes, que requerían orientación. En esta perspectiva situacional hay que interpretar el documento.

El texto apareció por primera vez en 1877, como opúsculo de propaganda para los franceses. En cuatro meses Don Bosco cuida tres ediciones (bilingüe, italiana y francesa), y es incluido en la pri-mera edición impresa del Reglamento para las casas de la Sociedad de San Francisco de Sales (1877). En 1880 se publicó en el Boletín Salesiano (italiano y francés); en 1887 se publicó en castellano en Argentina y en 1889 en España; en alemán en 1899. Luego ha teni¬do otras muchas ediciones en numerosas lenguas.

Fuentes

Graduándolas de menos a más, tres son los grupos de influencias.

En primer lugar, la propia experiencia: «La Generala» (casa de educación correccional), confiada en Turín a la Congregación francesa de San Pietro in Víncoli; los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que regentaban en Turín las escuelas elementales municipales de Santa Pelagia; algunas obras pedagógicas escritas. Pero, según los entendidos, todo esto es problemático.

En segundo lugar, como influencia mediata, puede señalarse el libro De l´éducation, de Félix Dupanloup (1802-1878), obispo de Orleans (Francia), en la versión italiana de don Clemente de Ángelis, Parma, Fiaccadori, 1868-1869. Esta traducción italiana era conocida en Valdocco. Son notables las convergencias de contenido; son muy cercanas las fórmulas relativas a la distinción entre sistema preventivo y represivo.

En tercer lugar, la influencia inmediata es ejercida por el folleto Avvertimenti per gli educaron ecclesiastici della gioventu (Avisos a los educadores eclesiásticos de la juventud), de Alejandro María Teppa, Roma, Tip. e Lib. Poliglotta/Torino, Marietti, 1868. Don Bosco conocía y recomendaba este librito. En él aparece la antítesis entre sistema represivo y preventivo, considerada como oposición entre autoridad material y autoridad moral. Habla de hacerse estimar, respetar y amar. Quien desee hacerse amar por sus alumnos, debe amarlos primero con afecto de padre y de amigo. Cita la amorevolezza (amor o cariño). Coincide en el modo de emplear los castigos: El mejor castigo es abstenerse de los signos de benevolencia que solía darle antes. Pegar, tirar de los pelos, de las orejas, deben ser totalmente desterrados. Apela fundamentalmente a la caridad según san Pablo. Por tanto, estos Avvertimenti son la fuente literaria más cercana de las páginas de Don Bosco sobre el sistema preventivo.

Contenido

Es el documento educativo más conocido de Don Bosco. Es muy breve. De hecho, es una síntesis o esquema, una especie de índice de una obra más amplia, que Don Bosco promete pero no realiza.
Su contenido esencial está resumido en estas palabras de Don Bosco: Este sistema descansa por entero en la razón, en la religión y en el amor. Por consiguiente, excluye todo castigo violento y procura alejar aún los suaves. Supone experiencias e ideas lentamente maduradas. En su actuación y en sus escritos anteriores hay frases y pasajes en que aparecen los tres componentes de razón, religión y amor; por ejemplo: sueño de los nueve años, diálogo con Bartolomé Garelli, biografías juveniles, recuerdos confidenciales a los directores.

El sistema de Don Bosco fue práctica antes que teoría. Don Bosco acierta a tematizar una serie de convicciones pedagógico-educativas válidas. He aquí algunas:

1. El fundamento último de su sistema es sobrenatural: la caridad descrita por san Pablo (1 Cor 13). Humanamente, todo el sistema se basa en este trinomio: razón. religión y amor.

2. Ofrece una educación integral: moral, intelectual y civil.

3. El director y los asistentes deben ser padres y hermanos amorosos. El educador debe hacerse amar si quiere hacerse temer; debe ganarse el corazón de los alumnos.

4. Los criterios sobre los castigos son excelentes: a ser posible, no se castigue nunca; es castigo todo lo que se hace pasar por tal, el castigo debe ser siempre razonado; no se castigue nunca en público ni violentamente.

Texto

En el Archivo de la Casa Generaliza Salesiana de Roma (ACS), el llamado Documento R es el texto del sistema preventivo publicado hacia finales de 1877, conjuntamente con el Reglamento para las casas de la Sociedad de San Francisco de Sales. Su edición crítica ha sido realizada por Pedro Braido. Nuestro texto es la traducción directa desde el italiano de esa edición crítica. Es el siguiente:

Muchas veces se me ha pedido que, de palabra o por escrito exponga algunos pensamientos sobre el así llamado sistema preventivo que se suele usar en nuestras casas3. Por falta de tiempo, no he podido satisfacer este deseo hasta ahora. Deseando en la actualidad imprimir el reglamento que hasta el presente se ha usado por tradición casi siempre, creo oportuno ofrecer aquí un bosquejo, que será como el índice de una obrita que estoy preparando, si Dios me concede un poco de vida para poder terminada, y esto únicamente para ayudar. en el difícil arte de la educación de los jóvenes. Por tanto, diré: en qué consiste el sistema preventivo y por qué debe preferirse, su aplicación práctica y sus ventajas.

I. En qué consiste el sistema preventivo y por qué debe preferirse´

Dos son los sistemas usados en todo tiempo en la educación de la juventud: preventivo y represivo. El sistema represivo consiste en dar a conocer las leyes a los súbditos, después vigilar para conocer a sus transgresores y aplicar el castigo merecido, cuando sea necesario. Según este sistema, las palabras y la mirada del superior deben ser siempre severas, y más bien amenazadoras, y él mismo debe evitar toda familiaridad con los subordinados.

Para añadir valor a su autoridad, el director deberá encontrarse raramente entre sus subordinados y, por lo general, solo cuando se trata de castigar o de amenazar. Este sistema es fácil, poco trabajoso, y ayuda especialmente en el ejército y, en general, entre las personas adultas y juiciosas, que deben estar en grado de saber y recordar por sí mismas lo que es conforme a las leyes y a las otras prescripciones.

Diverso y, diría, opuesto, es el sistema preventivo. Consiste en dar a conocer las prescripciones y los reglamentos de un Instituto y después vigilar de tal manera que los alumnos tengan siempre sobre ellos el ojo vigilante del director o de los asistentes, los cuales, como padres amorosos, hablen, sirvan de guía en toda circunstancia, den consejos y corrijan amablemente, lo que equivale a decir: poner a los alumnos en la imposibilidad de cometer faltas.

Este sistema se apoya por entero en la razón, en la religión y en la amabilidad; por tanto, excluye todo castigo violento y procura alejar los mismos castigos suaves. Parece que es preferible por las siguientes razones:

1. El alumno avisado preventivamente no queda avergonzado por las faltas cometidas, como sucede cuando éstas son referidas al superior. Y nunca se enfada por la corrección recibida o por el castigo amenazado o impuesto, porque en él hay siempre un aviso amistoso y preventivo que lo hace razonable y, por lo general, logra ganar el corazón, de modo que el alumno comprende la necesidad del castigo y casi lo desea.

2. La razón más esencial es la ligereza juvenil, que en un momento olvida las reglas disciplinarias y los castigos con que éstas amenazan. Por eso, con frecuencia un joven se hace culpable y merecedor de una pena, a la que nunca ha prestado atención, que no recordaba nada en el momento de cometer la falta y que ciertamente habría evitado si una voz amiga le hubiese advertido.

3. El sistema represivo puede impedir un desorden, pero difícilmente hará mejores a los que delinquen. Se ha observado que los jóvenes no olvidan los castigos sufridos y, por lo general, conservan rencor con deseo de sacudir el yugo y hasta de tomar venganza. Tal vez parece que no prestan atención, pero quien sigue sus pasos sabe que son terribles las reminiscencias de la juventud y que olvidan fácilmente los castigos de los padres, pero muy difícilmente los de los educadores. Se conocen casos de algunos que en la vejez vengaron brutalmente ciertos castigos sufridos justamente en el tiempo de su educación. Por el contrario, el sistema preventivo hace amigo al alumno, que vislumbra en el asistente a un bienhechor que le avisa, quiere hacerle bueno, librarle de los sinsabores, de los castigos, del deshonor.

4. El sistema preventivo persuade al alumno de tal manera que el educador podrá siempre hablarle con el lenguaje del corazón, tanto en el periodo de su educación como después de ella. Ganado el corazón de su protegido, el educador podrá ejercer sobre él una gran influencia, avisarle, aconsejarle e incluso corregirle cuando ya se encuentre colocado en empleos, en cargos civiles y en el comercio. Por estas y otras muchas razones parece que el sistema preventivo es preferible al represivo.

II. Aplicación del sistema preventivo

La práctica de este sistema está apoyada por entero en las palabras de san Pablo, que dice: Charitas benigna est, patiens est; omnia suffert, omnia sperat, omnia sustinet (La caridad es benigna y paciente; sufre todo, pero espera todo y soporta cualquier disturbio [cf. 1 Cor 13, 4.7].) Por esto, sólo el cristiano puede aplicar el sistema preventivo con éxito. Razón y religión son los instrumentos que debe usar constantemente el educador, enseñarlos, practicados él mismo, si quiere ser obedecido y conseguir su fin.

1. En consecuencia, el director debe estar consagrado por completo a sus educandos, y no asumir responsabilidades que lo alejen de su cargo; más aún, debe encontrarse siempre con sus alumnos en todas las ocasiones en que no estén obligatoriamente ligados por alguna ocupación, excepto si están debidamente asistidos por otros4.

2. Los maestros, los jefes de taller, los asistentes deben ser de probada moralidad. Traten de evitar como la peste cualquier clase de apego o amistades particulares con los alumnos, y recuerden que el desliz de uno solo puede comprometer a un Instituto educativo. Procúrese que los alumnos no estén nunca solos. En cuanto sea posible, los asistentes deben precederles en el sitio donde deben reunirse; entreténganse con ellos hasta que estén asistidos por otros; no les dejen nunca desocupados.

3. Debe darse amplia libertad de saltar, correr, gritar a su gusto. La gimnasia, la música, la declamación, el teatro, las excursiones, son medios eficacísimos para obtener la disciplina y favorecer la moralidad y la salud. Procúrese únicamente que la materia de entretenimiento, las personas que intervienen, las conversaciones que se tienen, no sean vituperables. Haced lo que queráis, decía el gran amigo de la juventud san Felipe Neri; me basta con que no cometáis pecados5.

4. La confesión y la comunión frecuente y la misa diaria son las columnas que deben sostener un edificio educativo del que se quiera tener alejadas la amenaza y el palo. No obligar nunca a los jovencitos a frecuentar los santos sacramentos, sino sólo animarlos y ofrecerles facilidad para que se aprovechen de ellos. Luego, con ocasión de ejercicios espirituales, triduos, novenas, predicaciones, catequesis, póngase de relieve la belleza, la grandeza, la santidad de una religión que propone medios tan fáciles y tan útiles para la sociedad civil, para la tranquilidad del corazón, para la salvación del alma, como son precisamente los santos sacramentos. De esta manera los jóvenes quedan prendados espontáneamente de estas prácticas de piedad y se acercarán a ellas voluntariamente con gusto y con fruto.

(Nota del original.) No hace mucho tiempo que un ministro de la Reina de Inglaterra, visitando un Instituto de Turín, fue llevado a una sala espaciosa donde estudiaban cerca de quinientos jovencitos. Se maravilló no poco al contemplar tal multitud de muchachos en perfecto silencio y sin asistentes. Creció más su admiración cuando supo que en todo el año no había habido que lamentar una palabra de disturbio ni un motivo para infligir o amenazar con un castigo. 
Preguntó: -¿Cómo es posible obtener tanto silencio y tanta disciplina? Dígamelo. Y usted -añadió a su secretario-, tome nota de cuanto diga. -Señor -respondió el director del centro-, el medio que usamos nosotros no pueden usado ustedes. -¿Por qué? -Porque son arcanos desvelados sólo a los católicos. -¿Cuáles? -La frecuente confesión y comunión y la misa diaria bien oída. -Tiene toda la razón; nosotros carecemos de estos poderosos medios de educación. ¿No se pueden suplir con otros medios? -Si no se emplean estos elementos religiosos, hay que recurrir a las amenazas y al palo. -Tiene razón; tiene razón. O religión o palo. Quiero contado en Londres. (Hasta aquí la nota del original.)6

5. Vigílese con el mayor cuidado para impedir que entren en el Instituto compañeros, libros o personas que tengan malas conversaciones. La elección de un buen portero es un tesoro para una casa de educación.

6. Cada noche, después de las oraciones ordinarias y antes de que los alumnos vayan a descansar, el director, o quien haga sus veces, dirija unas palabras afectuosas en público, dando algún aviso o consejo sobre cosas que hay que hacer o evitar, y procure sacar las máximas de hechos sucedidos en ese día en el Instituto o fuera. Pero sus palabras no deben sobrepasar nunca los dos o tres minutos. Esta es la clave de la moralidad, del buen funcionamiento y del éxito de la educación7.

7. Aléjese como la peste la opinión de alguno que quisiera retrasar la primera comunión hasta una edad demasiado avanzada, cuando por lo general el demonio ha tomado posesión del corazón de un jovencito, con daño incalculable de su inocencia. Según la disciplina de la Iglesia primitiva, se solían dar a los niños las Hostias consagradas que sobraban en la comunión pascual. Esto sirve para damos a conocer cuánto desea la Iglesia que los niños sean admitidos pronto a la santa comunión. Cuando un jovencito sabe distinguir entre Pan y pan y muestra suficiente instrucción, no se mire la edad y venga el Soberano Celestial a reinar en aquella bendita alma.

8. Los catecismos recomiendan la frecuente comunión8. San Felipe Neri la aconsejaba cada ocho días, e incluso con mayor frecuencia9. El Concilio de Trento dice claramente que desea sumamente que todo fiel cristiano, cuando va a oír la santa misa, haga también la comunión. Pero que esta comunión no sea sólo espiritual, sino también sacramental, para que se obtenga el mayor fruto de este augusto y divino sacrifico (Concilio Tridentino, sesión 22, c. 6)10.

III. Utilidad del sistema preventivo

Alguno dirá que este sistema es difícil en la práctica. Advierto que para los alumnos resulta mucho más fácil, más satisfactorio, más ventajoso. Para los educadores, en cambio, encierra algunas dificultades, pero que disminuyen si el educador se entrega con celo a su misión. El educador es una persona consagrada al bien de sus alumnos; por eso, debe estar dispuesto a afrontar cualquier molestia, cualquier fatiga, con tal de conseguir su fin, que es la educación civil, moral, intelectual de sus alumnos11.

Además de las ventajas indicadas arriba, se añade aquí que:

1. El alumno tendrá siempre un gran respeto hacia el educador y recordará siempre complacido la dirección recibida, considerando en todo tiempo a sus maestros y a los demás superiores como padres y hermanos. Dondequiera que van estos alumnos, por lo general son el consuelo de la familia, útiles ciudadanos y buenos cristianos.

2. Cualquiera que sea el carácter, la índole, el estado moral de un alumno en el momento de su aceptación, los padres pueden vivir seguros de que su hijo no podrá empeorar y se puede tener por cierto que se obtendrá siempre alguna mejora. Más aún, ciertos jóvenes que fueron por mucho tiempo el tormento de los padres y hasta expulsados de las casas correccionales, tratados según estos principios, cambiaron de índole, de carácter, se entregaron a una vida morigerada y en la actualidad ocupan honrados puestos en la sociedad, siendo así en el apoyo de la familia y decoro del lugar donde viven.

3. Los alumnos que por casualidad entren en un Instituto con malas costumbres, no pueden dañar a sus compañeros. Ni los jóvenes buenos podrán ser perjudicados por ellos, porque no hay ni tiempo ni lugar ni oportunidad, pues el asistente, al que ¡suponemos presente!, pondría en seguida remedio a ello.

Una palabra sobre los castigos

¿Qué regla seguir al imponer castigos?12 Si es posible, no se empleen nunca castigos. Pero, si la necesidad exigiese castigo, téngase en cuenta cuanto sigue:

1. El educador procure hacerse amar por los alumnos, si quiere hacerse temer. En este caso, la sustracción de benevolencia es un castigo, pero un castigo que despierta la emulación, anima y nunca deprime.

2. Para los jóvenes es castigo lo que se hace pasar por castigo. Se ha observado que una mirada no cariñosa produce en algunos mayor efecto del que haría una bofetada. La alabanza cuando una cosa está bien hecha, la reprensión cuando hay descuido, es ya un premio o un castigo.

3. Exceptuados rarísimos casos, las correcciones, los castigos no deben darse nunca en público, sino en privado, lejos de los compañeros, y debe usarse máxima prudencia y paciencia, para lograr que el alumno comprenda su fallo, por medio de la razón y de la religión.

4. Pegar, de cualquier modo que sea, poner de rodillas en posición dolorosa, tirar de las orejas y otros castigos semejantes, deben evitarse de manera absoluta, porque están prohibidos por las leyes civiles, irritan mucho a los jóvenes y rebajan al educador.

5. El director dé a conocer bien las reglas, los premios y los castigos establecidos por las leyes disciplinarias, para que el alumno, no pueda excusarse diciendo: No sabía que esto estaba mandado o prohibido.13

Si se pone en práctica este sistema en nuestras casas, creo que podremos obtener buenos resultados sin acudir ni al palo ni a castigos violentos. Hace cerca de cuarenta años que trato juventud y no recuerdo haber impuesto castigos de ninguna clase y, con la ayuda de Dios, he obtenido siempre no sólo cuanto era obligatorio, sino también lo que sencillamente yo deseaba, y esto de aquellos mismos alumnos sobre quienes parecía perdida esperanza de buen resultado.

Sacerdote JUAN BOSCO.


Notas

1.Son las de Domingo Savio (1859), Miguel Magone (1861) y Francisco Besucco (1864). Las tres pueden consultarse en esta misma edición.

2. Fueron redactados por Don Bosco para don Miguel Rua. cuando éste marchó como director a Mirabello en 1863. Luego fueron retocados y ampliados por el mismo Don Bosco.

3 El sistema preventivo es experiencia en un primer- momento. Las ideas van madurando a través de los años. Luego, en varios días seguidos, Don Bosco realiza esta redacción, que posee naturalidad y espontaneidad aparentes. De experiencia, el sistema preventivo pasa a reflexión, que Don Bosco promete hacer con mayor profundidad. pero que no realizó.

4 La traducción tradicional decía: las muchas ocupaciones del director podían impedirle estar con los alumnos. El texto crítico, en cambio, habla de los alumnos ocupados en sus deberes. Es decir, cuando los alumnos no están ocupados obligatoriamente (clases, talleres...), el director debe estar con ellos, excepto si están asistidos debidamente. Si es¬tán en clase, etc., se supone que están debidamente asistidos por los maestros.

5 Su paciencia con los jóvenes era indecible. Soportaba que hicieran cualquier ruido junto a su habitación. Algunos de la casa se le quejaron. El Santo respondió: Dejadles hablar; gritad también vosotros y estad alegres, porque no deseo otra cosa de vosotros sino que no cometáis pecados. Don Bosco repetirá en 1858: Estad alegres; no quiero escrúpulos ni melancolía; me basta con que no cometáis pecados

6 . Esta anécdota está ya presente en la primera edición de 1877; también en la traducción francesa. ¿Qué hay de verdad? La tradición identificó a este ministro con Henry John Temple Palsmerston (1784-1865) Así lo cuenta Don Bosco mismo (MBe 13, 779-780). Pero es problemático, pues el relativo crecimiento del Oratorio/Hospicio coincide con los últimos años de vida y de actividad del gran estadista inglés. Tal vez podría admitirse la visita de algún ministro que estuviera en Turín. Entre ellos, por ejemplo, James Hudson (1810-1885), que era conocido notoriamente como «más italiano que los italianos», y que estuvo al frente de la legación inglesa en Turín desde febrero de 1852 hasta su retiro en 1863. No se olvide que, en el Proceso Informativo, Pedro Enría refiere el hecho a 1875; en cambio, en la Crónica escrita que dejó, no se señala fecha al episodio. Las Memorias Biográficas lo atribuyen a 1863 (MBe 7, 474-475).

7 Estas son las tradicionales <> salesianas. Como ha desaparecido la casi totalidad de los internados, la tradición se conserva con los <>. Suponemos que las "clave de la moralidad y el éxito de la educación» de Don Bosco no estará en la corta duración de la platiquita, sino en su contenido, en su orientación y en su estilo.

8 Así lo hacía el Breve catecismo para los niños que se preparan a la confesión y a la primera comunión (Turín, 1846): deja la frecuencia a juicio del confesor. El Catecismo para uso de los jóvenes ya admitidos a la primera comunión y de los adultos (Turín, 1875), aconseja la comunión al menos todos los domingos y fiestas de precepto.

9 Dice su biografía que deseaba que no sólo los sacerdotes, sino también los laicos frecuentasen este sacramento. Por eso, algunos de sus penitentes comulgaban cada ocho días; muchos, cada fiesta; otros, tres veces a la semana, y algunos, aunque pocos, cada día..Don Bosco siguió esta actuación práctica.

10 El Vaticano II (1962-1965) desarrolla esta orientación pastoral tridentina en la Sacrosanctum Concilium (n. 55-56). El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) afirma que Palabra y Eucaristía constituyen juntas un solo acto de culto (n. 1346 y 1355). Aconseja la comunión siempre que se participa en la Eucaristía (n. 1388). La encarece los domingos y días de fiesta e incluso todos los días (n. 1389).

11 En la edición en lengua francesa de este mismo año (1877) se dice: educación completa. Este es el sentido de los tres adjetivos que aplica Don Bosco a la educación, ofrecida. Actualmente se usa la expresión educación integral.

12 Merece la pena notar lo siguiente. En el prólogo Don Bosco anuncia que va a tratar tres cosas: preferencia del sistema preventivo. su aplicación y sus ventajas. Es decir. no alude a los castigos, que resultan una especie de apéndice del tratadillo. Pero estas líneas son una maravilla de síntesis. En pocas palabras enumera: principios, castigos permisibles y modos de aplicados.

13 En el llamado Manuscrito L, de don Berto. se añaden aquí dos números. con la advertencia: para una segunda edición. Son los siguientes: <>.

 



Una pedagogía profundamente evangelica.


Rasgos Principales De la Pedagogía de Monseñor Escrivá De Balaguer


Una visión somera del conjunto de su labor educativa personal permite señalar la constancia de un buen número de rasgos y características:

Carácter vital

En ningún momento nuestro Gran Canciller se propuso escribir a modo de tratados científicos o libros de texto en los que se desarrollase una determinada materia en forma sistematizada. Sus escritos tienen siempre un tono muy vitalmente espiritual, rezuman viva y profunda ciencia teológica, van a la inteligencia y al corazón; el amor a Dios y a las almas palpita en cada frase; una misma idea puede reiterarse desde distintas perspectivas.

Sus enseñanzas no adoptan la forma de la especulación abstracta, sino que se insertan plenamente en la vida. Como comentaba D. Álvaro del Portillo respecto de las Homilías, «En ningún momento se colocan en un terreno desencarnado, abstracto; hay siempre teoría, pero en continuo ensamblaje con la vida» (20).

Sencillez

Su lenguaje, en su predicación o en sus escritos, es «...directo, sencillo, de una amenidad inconfundible. Se nota siempre una delicada atención a la corrección gramatical y literaria, pero el autor no supedita el contenido a la forma. La fuerza y el nervio de lo que se dice dan lugar a un estilo sereno y claro, sin recurrir a efectos fácilmente emotivos. Tampoco intenta deslumbrar; quiere sólo ser el vehículo imprescindible, para que cada alma se coloque cara a Dios y saque consecuencias y propósitos concretos para su vida diaria» (21).

Relación personal

Aunque se dirigiese a grupos de personas, a veces numerosos, como era frecuente, sus consejos, sus consideraciones, tenían un carácter íntimo y personal. Al escucharle, se establecía una relación muy inmediata: no hablaba para un conjunto, mucho menos para una masa despersonalizada, sino para cada uno de los oyentes. Su palabra no quedaba en tierra de nadie o como flotando en el aire. sino que penetraba muy derechamente en el corazón. Y esto mismo sucedía aun cuando le escuchasen multitudes: en los muchos millares de personas que han participado en esas grandes tertulias queda la huella de una conversación personal. Eran reuniones que conservaban asombrosamente el carácter familiar, personal, íntimo, vivo. El Fundador del Opus Dei jamás pronunciaba en ellas algo parecido a un discurso o conferencia; ni tampoco una charla prolongada; solía iniciarlas con unas breves palabras de saludo y afecto, abriendo su corazón con algún comentario de su propia experiencia, como una confidencia personal; el ambiente adquiría inmediatamente confianza e intimidad y, en seguida, invitaba a todos a que le preguntaran cuanto quisieran. Y cada pregunta iniciaba un breve diálogo, una conversación espontánea, sencilla, familiar, como si sólo estuvieran presentes quien preguntaba y quien respondía. Las preguntas y respuestas se sucedían en un diálogo natural, siempre llenas de interés, sobre temas reales, tremendamente vivos, con consejos prácticos, claros, sencillos, luminosos. Había cuestiones hondamente emotivas, que provocaban silencios conmovedores; en otros momentos, estallaban las risas u otras manifestaciones de alegría.

Su catequesis

Este sucederse de tertulias más o menos numerosas por diversos lugares del mundo fue designado por Monseñor Escrivá de Balaguer con relativa frecuencia con el nombre de catequesis.

Son muy ilustrativas las palabras con que se refirió una vez, en 197?, a este tipo de actividad pastoral, el propio Fundador del Opus Dei: Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la Resurrección, el Señor reunía a .sus discípulos y se entretenían in multis argumentis. Hablaban de muchas cosas, de todo lo que le preguntaban: tenían una tertulia... El Señor hacía lo que quiere hacer el Opus Dei en todo el mundo: una gran catequesis. Les ponía ejemplos, las parábolas. Sin parábolas no hablaba el Señor, que era un gran catequista.
¿Os acordáis, si habéis ido a una catequesis de niños, qué hacía el párroco o el sacerdote que dirigía la catequesis? ¡Lo que hago yo! Os dejo hablar, os contesto con la luz de Dios, y nos quedamos tan satisfechos... Nosotros somos hijos de Dios, nos queremos y tratamos de ayudarnos a servir al Señor y a ser felices, en la tierra también. Ésta es una gran catequesis con preguntas y respuestas...

Claridad y fortaleza

Su hablar era claro, sin ambigüedades, sin circunloquios. No dejaba lugar para la confusión. Muchas veces enérgico, lleno de firmeza en defensa de la doctrina cierta; y en otras ocasiones, con una ternura inefable, con infinita comprensión.

Al proclamar la verdad -y las consecuencias que de ella se derivan- lo hacía sin ningún género de vacilación ni miramiento, con gran fortaleza. Nadie podría acusarle de que se dejara llevar de los respetos humanos. En más de una ocasión atribuyó este modo de hablar suyo a su origen aragonés. Al propio tiempo, mostraba siempre un enorme respeto a la libertad de cada uno, defendía en todo momento la libertad de las conciencias, repudiaba cualquier género de violencia. Para acercar a una persona a la fe, su consejo era no violentarla; rezar y ofrecer sacrificios por ella, portarse con respeto, con lealtad; luego, poco a poco, mostrar el camino; y así hasta que el Señor quiera darle la fe.

Imágenes y anécdotas

En toda su predicación, Monseñor Escriva de Balaguer utilizaba con abundancia las imágenes, las anécdotas y, muy especialmente, los hechos de la vida del Señor y de los Apóstoles. El evangelio «...no es nunca un texto para la erudición, ni un lugar común para la cita. Cada versículo ha sido meditado muchas veces y, en esa contemplación, se han descubierto luces nuevas, aspectos que durante siglos habían permanecido velados. La familiaridad con Nuestro Señor, con su Madre, Santa María, con San José, ... es algo vivo, consecuencia y resultado de un ininterrumpido conversar, de ese meterse en las escenas del Santo Evangelio para ser un personaje más» (22).

Gustaba mucho de ilustrar las ideas con riqueza de imágenes, lo que ayudaba a que se quedasen más firmemente grabadas. Imágenes siempre asequibles, muy expresivas, bellas, tomadas de la vida misma, de la naturaleza, de las costumbres campesinas o urbanas. También surgían de esa vida corriente las anécdotas, de las que obtenía muchas enseñanzas prácticas. A veces -comentaba alguna vez- vale más una buena anécdota que cien discursos.

Fundada en la experiencia

La fuerza, la penetración y el atractivo de las enseñanzas de Monseñor Escrivá de Balaguer, se deben en buena parte a que guardan una relación muy inmediata y directa con la vida; brotan, al igual que las anécdotas, de una experiencia muy real, muy vivida, tanto de su vida interior personal, como de su muy extensa labor sacerdotal con tantas almas, o de las mil incidencias del quehacer cotidiano. Para recoger esa riquísima experiencia, solía hacer anotaciones breves, que le permitieran recordar más tarde aquellas observaciones o sugerencias provocadas por determinados hechos o situaciones.

Don de lenguas

Otra característica del modo de enseñar de Monseñor Escrivá de Balaguer es que se hacía entender por todo el mundo. Hablaba o escribía siempre para toda clase de personas, de muy diferente preparación cultural, procedentes de los más diversos ambientes sociales, y a todos resultaba asequible.
Muchas veces ha pedido a Dios para todos sus hijos lo que gustaba llamar don de lenguas: esa capacidad para acomodarse a la mentalidad de los oyentes, de modo que la doctrina se haga para cada uno comprensible, conforme a sus circunstancias personales. Y no hay duda de que el Señor había concedido en alto grado al Fundador del Opus Dei ese don de lenguas.

Paciencia, reiteración

No le importaba reiterar las mismas cosas una y otra vez. Al contrario, lo hacía ex profeso, con gran frecuencia. Insistir sin miedo: -escribía Monseñor Escrivá de Balaguer en 1940 tengo la experiencia de que hay que repetir las cosas. Hay cosas muy claras, muy claras, que la gente no entiende porque algunas veces nosotros tenemos malas explicaderas; pero en otras ocasiones, son ellos los que tienen malas entendederas, y se da el caso de que coincidan las dos cosas: malas explicaderas y malas entendederas. De este insistir en las mismas cosas, de distintas maneras -y, muchas veces, aun con las mismas palabras- nos dio el Fundador de la Universidad muy elocuente ejemplo. Solía decir que ese sistema de enseñar era la pedagogía del anuncio.

La reiteración era muestra, además, de su gran paciencia como educador. Sabía bien que la formación es un proceso que requiere tiempo, que no se puede precipitar; y, aún más, cuando se trata de formación espiritual. Las almas, como el buen vino -solía repetir muchas vecesse mejoran con el tiempo. Su paciencia se manifestaba también en corregir una misma cosa cuantas veces fuese necesario, siempre con afán formativo y con entrañable comprensión.

Tono positivo

En todas las circunstancias, su enseñanza tenía un tono positivo, alentador, reconfortante. Hablaba poco de los vicios, porque prefería ensalzar las virtudes, hacerlas amables, atractivas. Movía a la confianza, a la alegría, a luchar con espíritu deportivo. Su visión de las cosas estaba llena de esperanza y optimismo, con fundamento en la fe. No seas pesimista. -¿No sabes que todo cuanto sucede o puede suceder es para bien? -Tu optimismo será necesaria consecuencia de tu fe (23). La razón del optimismo es saberse hijo de Dios y estar entregado a su voluntad: Cuando te «entregues» a Dios no habrá dificultad que pueda remover tu optimismo (24). EL omnia in bonum era un lema constante en su vida, en su predicación, en el trato con toda clase de personas.

Entraña Evangélica De Su Pedagogía

Muchas veces he tenido la suerte de ser testigo directo de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei. Y he podido apreciar al igual que tantos otros- la fuerza penetrante de sus palabras, que arraigaban hondamente en el alma. Su corazón era un volcán de amor a Dios y a todos los hombres, que se transparentaba en sus ojos, en el gesto, en la palabra. 5u presencia inundaba de paz, serenidad y ternura; y hacía brotar grandes anhelos de mejora personal. Captaba con aguda intuición las necesidades y estado de ánimo de quienes le rodeaban y preguntaban, y sus respuestas eran sencillas, profundas, muy esclarecedoras. No se ter, 3a sensación de que pasara el tiempo, siempre se hacía corío. Su mirada expresaba oración y cariño, e invitaba a ia generosidad. Estar con Monseñor Escrivá de Balaguer era estar con un hombre de Dios, que hacía resonar en el alma aquel grito del Señor que él tanto repetía:

He venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? (Luc., 12, 49).
No necesito muchas palabras -escribió nuestro Fundador en 1945- para evocaros el detalle con que Jesús desmenuzaba a los Doce el sentido más profundo de sus parábolas..., el cuidado con que rectificaba la reacción demasiado humana con que acogían las primicias de la siembra apostólica..., la constancia con que repetía las mismas enseñanzas..., la fortaleza con que corregía sus ambiciones y su visión chata del Reino de Dios..., la delicadeza con que para animarlessolicitaba su pequeña colaboración a la hora de realizar los grandes milagros..., o la ternura con que se preocupaba de su descanso... Y bastantes años antes, ya en 1933, hacía ver cómo Jesús... para todos tiene una palabra...; y les enseña, les adoctrina, les lleva nuevas de alegría y de esperanza... Unas veces les habla desde la barca, mientras están sentados en la orilla; otras en el monte, para que toda la muchedumbre oiga bien; otras veces, entre el ruido de un banquete, en la quietud del hogar, caminando entre los sembrados, sentados bajo los olivos. Se dirige a cada uno, según lo que cada uno puede entender: y pone ejemplos de redes y de peces, para la gente marinera; de semillas y de viñas, para los que trabajan la tierra; al ama de casa, le hablará de la dracma perdida; a la samaritana, tomando ocasión del agua que la mujer va a buscar al pozo de Jacob. Jesús acoge a todos, acepta las invitaciones que le hacen y -cuando no le invitan-- a veces es El quien se convida: ... Zaqueo, baja deprisa, porque conviene que hoy me hospede en tu casa.

Al releer estas palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer, se aprecia hasta qué punto su propio modo de enseñar es parecido al empleado por Jesucristo, ofrece inconfundibles resonancias evangélicas. No puede dudarse de que por su habitual contemplación había hecho de la vida del Señor su propia vida.


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