viernes, 27 de febrero de 2015

Aspectos diversos de la inculturación, planteado por la teología del pueblo de Dios


La inculturación repercute profundamente en todos los aspectos de la existencia de la Iglesia. Retengamos aquí lo que afecta a su vida y su lenguaje.
En el campo de la vida, la inculturación consiste en que las formas y figuras concretas de expresión y de organización de la institución eclesial correspondan, del modo mejor, a los valores positivos que constituyen la personalidad de una cultura. Consiste también en una presencia positiva y un compromiso activo con respecto a los problemas humanos más fundamentales que existen en ella. La inculturación no es solamente tomar en cuenta tradiciones culturales, es también una acción al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; penetra y transforma todas las relaciones; estando atenta a los valores del pasado, mira también al futuro.
En el campo del lenguaje (entendido aquí en el sentido antropológico y cultural), la inculturación consiste, en primer lugar, en el acto de apropiación del contenido de la fe en las palabras y las categorías de pensamiento, los símbolos y los ritos de una cultura dada. Exige después la elaboración de una respuesta doctrinal, a la vez, fiel y nueva, constructiva, pero postuladora de la conversión, frente a los problemas nuevos de pensamiento y de ética, ligados a las aspiraciones y a los rechazos, a los valores y a las desviaciones de esta cultura.
Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las culturas no sólo es posible, sino necesaria. Así, el evangelio, que se dirige a lo más profundo del hombre, tiene un valor transcultural y su identidad debe poder ser reconocida de cultura en cultura. Esto requiere la apertura de cada cultura a las otras culturas. Baste recordar aquí estas palabras de la exhortación apostólica Catechesi tradendae: «Podemos aseverar que tanto a la catequesis como a la evangelización en general se le propone introducir la fuerza del evangelio en lo más íntimo de la cultura y de las formas de la misma cultura»[36].
Por su presencia y su compromiso en la historia de los hombres, el nuevo pueblo de Dios es conducido siempre hacia situaciones nuevas. Tiene, por tanto, que retomar sin cesar el esfuerzo de anunciar el evangelio en el corazón de la cultura y de las culturas. Hay, sin embargo, situaciones y épocas que exigen un esfuerzo particular. Así sucede hoy, especialmente, para la evangelización de los pueblos de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur e del Norte. Sean iglesias nuevas o Iglesias ya más antiguas, estas Iglesias, que podemos llamar «no europeas», se encuentran en una situación particular con respecto a la inculturación. Los misioneros que han llevado el evangelio transmitieron inevitablemente con él elementos de su propia cultura. Por definición no podían hacer lo que debía ser tarea propia de los cristianos que viven en las culturas recientemente evangelizadas. Corno lo ha señalado Juan Pablo II ante los Obispos del Zaire, «la evangelización comporta etapas y profundizaciones»[37]. Por esto, parece que ha llegado el momento en que bastantes Iglesias no europeas, tomando conciencia por vez primera de su propia originalidad y de las tareas que les incumben, deben crearse, en los campos de la vida y de la palabra, nuevas formas de expresión del único evangelio. Sean las que fueren las dificultades que encuentren estas comunidades y las dilaciones necesarias para tal empresa, el esfuerzo que ellas llevan adelante en comunión con la Santa Serle y con la ayuda del conjunto de la Iglesia se muestra decisivo para el futuro de la evangelización.
En esta tarea global, la promoción de la justicia, sin duda, no es más que un elemento, pero un elemento importante y urgente. El anuncio del evangelio debe asumir el reto tanto de las injusticias locales como de la injusticia planetaria. Es verdad que en este campo se han manifestado ciertas desviaciones de naturaleza político-religiosa. Pero tales desviaciones no deben llevar al recelo o al olvido de la tarea necesaria de la promoción de la justicia. Muestran más bien la urgencia de un discernimiento teológico fundado en instrumentos de análisis tan científicos como sea posible, sometidos siempre a la luz de la fe[38]. Por otra parte, como las injusticias locales son muy frecuentemente solidarias de la injusticia planetaria sobre la que llamó vigorosamente la atención el papa Pablo VI en Populorum progressio, la promoción de la justicia concierne a la Iglesia católica extendida en el universo entero, es decir, requiere la ayuda mutua de todas las Iglesias particulares y la ayuda de la Sede de Roma.


Puebla relee a esta constitución y cambia el ángulo de enfoque de su comprensión de la cultura.
La Teología del Pueblo no pasa por alto los acuciantes conflictos sociales que vive América Latina, aunque, en su comprensión de “pueblo”, privilegie la unidad por sobre el conflicto (prioridad, luego, repetidamente afirmada por Bergoglio). No toma la luchadeclasescomo”principio hermenéuticodeterminante” de la comprensión de la sociedad y la historia3, pero da lugar histórico al conflicto —aun al conflicto de clase—, concibiéndolo a partir de la unidad previa del pueblo. De ese modo, la injusticia institucional y estructural es comprendida como traición a este por una parte del mismo, que se convierte así en antipueblo.

1 Cf. Enrique C Bianchi, Pobres en este mundo, ricos en la fe: La fe de los pobres en América Latina según Rafael Tello, Buenos Aires, Ágape, 2012.
1 En las dos primeras partes del presente trabajo retomo párrafos de mi artículo: “Aportaciones de la teología argentina del pueblo a la teología latinoamericana”, en: Sergio Torres 6.-Carlos
Abrigo O. (coords.), Actualidad y vigencia de la teología latinoamericana. Renovación y proyección, Santiago, Chile, U. Católica Silva Henríquez, 2012, pp. 203-225. con Pablo VI a la piedad “de los pobres y sencillos” (Evangelü
Nuntiandi{i975),¿i8). Sin embargo, cualquier contraposición es solo aparente si estimamos que, al menos de hecho en América Latina, son estos últimos quienes preservan mejor la cultura común, susvaloresysímbolos (aun religiosos), losque por su propia esencia tienden a ser compartidos ampliamente, pudiendo constituir en nuestros países el germen —en los no pobres— de una conversión para lograr la liberación de todos.

Por ello, la religión del pueblo, si está auténticamente evangelizada, lejos de ser opio, no solo tiene un potencial
evangelizador, sino también de liberación humana, como en los hechos lo ha mostrado la lectura popular de la Biblia.
De ahí que la reunión episcopal de Puebla sea considerada como una auténtica continuación de la efectuada en Medellín,
aunque haya tomado de la exhortación Evangelü Nuntiandi (1975) aportes nuevos sobre evangelización de la cultura y
piedad popular. Se puede probar que el Sínodo de 1974 abordó el tema de la evangelización bajo el influjo de la Teología del Pueblo, tanto gracias a obispos latinoamericanos como a quien luego sería el cardenal Eduardo Pironio.

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